martes, 27 de octubre de 2009

Madres cómplices vs. amigas cómplices

Hace ya muchos años, nos hablaron de una médica dedicada a la estética femenina. Mi amiga quería perder unos kilos que tenía de más y yo recuperar unos que había perdido entre el trajín del trabajo y el descuido. Confiadas de que obtendríamos resultados, como si alguna transfusión mágica le sacara a una un poco y se lo diera a la otra, fuimos.
No nos sorprendimos al encontrarnos con hermosísimas señoras en la sala de espera. Muchas no tenían motivos para estar allí. Quizás nosotras tampoco. Pero así somos las mujeres.
Sí nos llamó la atención lo que la secretaria decía a cada una cuando se retiraba: “Tiene que ir a esta dirección, dentro de quince días, a retirar las pastillas, y tomarlas como le indicó la doctora”. ¡Anfetaminas!, pensé. “¡Milagro!, pensó mi amiga.
Nos sentamos en la atestada sala de espera. Y como suele suceder, alguien empezó una charla. “Yo las conozco a ustedes”. Un “¡Sonamos!” retumbó en mi cabeza, como si nos hubieran descubierto en la peor fechoría. Ya en ese momento quise huir. Pero mi amiga seguía pensando en “su milagro”.
Con algo de ansiedad, la intriga nos hizo permanecer sentadas en las incómodas sillas negras. “Sí –agregó la señora- ustedes son amigas de fulana”. Había acertado. ¿Pero cómo sabía? Pueblo chico infierno grande, pudo haber sido la mejor respuesta. “Porque fulana también es amiga de mi hijo y ustedes estuvieron en su cumpleaños”, dijo. Entonces, quedaba develada la incógnita.
Pero como la espera se hacía larga, la señora siguió hablando de su hijo, que ya por ese entonces se perfilaba como el conocido carilindo de la movida nocturna, con ansias de crecer y ocupar el trono de la notoriedad.
La dejamos que hablara. No íbamos a perdernos los chismes. Obvio. Y el mejor llegó como media hora después de haber escuchado las más increíbles maravillas sobre ese hombre. “¿Saben qué?, no vengo acá por mí. Vengo por mi hijo. Él siempre fue gordito. Entonces me manda a mí a buscar las pastillas. Se muere si alguien lo ve”.
Cuando la mamá cómplice se perdió tras la puerta del consultorio, agarré a mi amiga del antebrazo y le dije salgamos de acá antes de que sea tarde. Habían varios motivos para hacerlo. La reputación de la médica ya resultaba dudosa. Cualquiera que entrara a la consulta podría terminar histérica y con las manos temblorosas. Y lo peor, media ciudad se enteraría que habíamos estado allí.
Me costó el enojo y la bronca de mi amiga al sentirse manejada por mí. Creía hacerle un favor y, admito, me comporté como una madre furiosa sacándola a los tirones. Nunca supe si alguna vez entendió el por qué. Y con el tiempo no la vi más. Pero les puedo asegurar algo, al hijo de la señora lo he visto varias veces y sigue igual. Definitivamente, el tratamiento no era efectivo.

4 comentarios:

fher dijo...

Genial y ocurrente, como siempre. Pobre el gordito cheto jajaja.

Besos

Anónimo dijo...

¡Por favooooor decí quién es el tipo! No te quedés con el chisme para vos sola, ja,ja,ja.

Katy dijo...

Real cómo la vida misma. Estas cosas suelen ocurrir. Menos mal que te fuiste.Una doctora no puede dar pastillas así sin estar el paciente presente. Eso es además de indecente ilegal
Un brazo y me encanto cómo lo expusiste.

Walden dijo...

jajaja, una huida justo a tiempo.
Me ha gustado lo de "pueblo pequeño infierno grande"

Un beso.