miércoles, 30 de diciembre de 2009

Extrañas creencias

Su marido siempre le dijo que las personas supersticiosas son ignorantes e incultas. Por eso, le daba un poco de pudor admitir cierto temor ante determinados hechos.
Consciente de ello, sintió escalosfríos al ver cómo una mujer, sentada en el cordón de la vereda en medio de la noche, acariciaba un gato negro. No podía evitarlo; y creía tener una razón.
Dos días antes, el animal había aparecido en la puerta de su casa. Había saltado la reja e intentado trepar por sus piernas, seguramente en busca de arrumacos. Su resistencia había sido notoria, a tal punto que había generado risa en los transeúntes.
Dando saltos, como si estuviera pisando brasas, había alzado a su hijo, e impedido por todos los medios que el minino los alcanzara. Después de una decena de contorsiones, había logrado entrar a su casa.
Abrió la ventana para curiosear y sintió como las patas delanteras del gato golpeaban contra el vidrio. Entonces, puso a su perro en el lugar como si se tratara de un custodio contra el mal. Al menos así evitaría tener a "ese bicho" cerca o lo que creía peor aún, dentro de su hogar.
Recordó las palabras de su marido y se sintió ridícula, y hasta ignorante e inculta. Sacudió la cabeza como queriendo ahuyentar los pensamientos y se propuso olvidar lo sucedido. Pero, una hora más tarde llegaba una intimación de pago por una boleta olvidada en un cajón. Luego, una botella de agua se desparramaba dentro de la heladera, mojando absolutamente todo. Las lamparitas de la casa se quemaban en un santiamén; su amiga se quedaba sin trabajo; la plancha hacía chispas y tiraba humo, y la línea telefónica quedaba muerta.
No podía creerlo. La mala suerte la acechaba. Entonces volvió a pensar en el gato y una vez más se sintió ridícula, ignorante e inculta.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Decidió dejarlo

Lo meditó concienzudamente. Tomó la decisión. Ya no quería depender de él. No quería sentirse sometida. Estaba convencida de que era lo mejor. Se miró al espejo y sintió estar segura de que ya no lo necesitaba.
Al fin y al cabo no le traía más que desventajas. “No hay vuelta atrás”, dijo.
Pasó varias horas convenciéndose de que lo lograría. Ocupó su mente en otras cosas. También sus manos. Pero al caer la noche, empezó a extrañarlo. Encendió el fósforo, prendió el cigarrillo y sintió la derrota. El humo se llevaba su fuerza de voluntad. Y el paquete vacío le devolvía la esperanza.

Ella, ausente, piensa.

Mientras sus amigas hablan de hombres y de sexo, ella se pierde en pensamientos hogareños. No recuerda si desenchufó la plancha y repasa mentalmente si dio vuelta la llave en cada una de las cerraduras de la casa.
Mientras la que se divorció hace unos meses relata su aventura con su compañero de oficina, ella piensa en la pila de ropa que dejó sobre el canasto para lavar.
Mientras la más joven del grupo cuenta cómo logró escapar de las garras de un baboso empedernido, ella nota sus oscuras ojeras en un espejo diminuto que está sobre la ventana.
Mientras la más desinhibida deja a la luz las fantasías que desearía poner en práctica por la noche, ella se siente distante, fría, ausente.
Mientras todas ríen y se liberan, ella piensa en preparar la cena, en estar a horario y en bañar a los niños.
Mientras agarra la cartera para volver a su casa, su marido piensa en dejarla.

La decepción

Cristina había formado un excelente equipo de trabajo. Si bien oficiaba de cabeza de grupo, sentía que había logrado entablar una relación amigable con el resto de los integrantes. Cuando se trataba de trabajar eran invencibles y cuando se necesitaban en lo personal ahí estaban, como los mosqueteros, todos para uno y uno para todos.
Tras años de unión y esfuerzo, Cristina tomó una determinación. Decidió cambiar de empleo. Y dejó atrás esa “familia” que sentía había logrado mantener unida en un ambiente laboral. Se fue con los mejores recuerdos de cada una las personas con las que había pasado gran parte de su vida e incluso mantuvo el contacto durante años.
Pero Cristina tenía debilidad por dos de ellas. Eran sin duda especiales. No tenían secretos. Compartían horas de creatividad, almuerzos y, a veces, cenas.
Sentía tanto aprecio por ellas que desde su nuevo lugar siguió sus carreras y sus vidas.
Con el tiempo, una de sus predilectas comenzó a alejarse. Ya no llamaba. Tampoco respondía mails. Y rechazaba invitaciones.
En un principio, Cristina pensó que estaría ocupada. Luego, que quizás se había ofendido por algún motivo o que tendría algún problema. Pero siempre trataba de estar al tanto de cómo le estaría yendo.
Hasta que un día, cuando preguntaba sobre su vida alguien le dijo: “es obvio que no te de la cara, porque desde hace un tiempo es socia de fulana. Es como su perrito faldero y como su receptora de privilegios”.
Cristina no podía creer lo que oía. La vida le daba una cachetada certera. Aquella persona en la que había depositado mucho y de la que había recibido tanto, hoy estaba a la derecha de quien le había aplastado la cabeza cuantas veces pudo.
Cristina revivió como un relámpago las situaciones en las que junto a su predilecta había manifestado su angustia, su tristeza y su dolor frente a los embustes de aquella arpía. Luego, con la decepción a cuestas, entendió que no todo lo que reluce es oro.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

La decisión

Había caminado gran parte de la mañana en busca de una faja para usar después del parto. Le quedaba una hora para almorzar y luego tendría que hacerse una de sus últimas ecografías.
El calor se notaba en su rostro y en sus pies hinchados. Sólo quería salir del quiosco con el agua mineral fresca y sentarse en el banco de la peatonal a beberla.
Como estaba cerca de su trabajo, y ya hacía días que se había tomado la licencia por maternidad, tuvo ganas de llamar a una de sus compañeras más queridas. Pensó que sería una buena oportunidad para compartir el almuerzo con alguien.
-Hola amiga. Estoy muerta de calor a un par de cuadras. ¿Te querés venir y almorzamos juntas?
-Dame diez minutos y nos vemos en el barcito de siempre.
Cerró su celular. Estiró sus piernas. Miró hacia arriba tratando de encontrar al pájaro que píaba desde hacía rato. Revisó su billetera casi a escondidas, evitando la mirada de algún bravucón, para asegurarse de tener lo suficiente para pagar la comida.
Cuando terminó de cerrar la cartera, su amiga ya estaba dándole besos y abrazos.
Las mesas ubicadas en la vereda estaban ya ocupadas. Pero en verdad, les apetecía más una interna, cerca del aire acondicionado.
-Al fin un lugar fresco.
-Al fin. ¿Y vos cómo estás?
-¡Harta! ¡Esa es la verdad, estoy harta!
-Y bueno, falta poco. Tené paciencia, en pocos días cuando tengas al bebé en tus brazos, te deshinches y no te pese la panza, ni te vas a dar cuenta del calor.
-No estoy hablando del calor. Estoy hablando de Manuel. ¡Estoy harta de la vida que me da!
-Amiga, lamento decirte que vos aceptaste las reglas...
-Sí, pero ahora es distinto. ¡Estoy cansada de que él tenga su familia feliz. Su mujercita. Sus hijitos. Sus horarios. Sus mentiras y toda su vida de mierda! Pero se acabó. He tomado una decisión. De ahora en más, todo va a cambiar. Este bebé es mío. Mi vida es mía. A partir de ahora estoy sola.
-No lo tomes a mal, pero pensé que ya lo estabas.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Siempre hay una historia

Cuando empecé este blog estaba segura de querer volver a escribir. Había dejado mi trabajo en los medios para dedicarme de lleno a mi rol de madre. Pero no estaba totalmente segura de la temática elegida. Me habían atrapado varias historias. Pero la verdad era que jamás se me había ocurrido relatarlas.
Empecé mi carrera haciendo notas de información general. Luego hubo de todo un poco, salud, educación, gastronomía, turismo y finalmente muchos años de espectáculos. Sin embargo, las historias de vida siempre me habían interesado.
Cuando escribí las primeras vivencias y anécdotas de mujeres recibí algunas críticas, la mayoría anónimas y muy duras. Pero también comentarios de personas que se sentían identificadas. En algún momento pensé en abandonar lo que había empezado. Luego, sentí que comenzaba a encontrar otra forma de escribir. Un principio, un reflejo, un desarrollo y un final, en textos cortos, que me permitían un ejercicio constante. Y a través de ellos fui encontrando mujeres y hombres que hicieron sus aportes y los hacen.
Encontré otra forma de expresión. Como también plumas excelentes en otros blogs. Distintas miradas. Variados sentimientos. Todos, positivos o negativos, me hicieron y me hacen crecer.
Siempre digo que no sé cuántas historias más llegarán a esta página. Pero mientras aparezcan, las escuche y las reciba las seguiré compartiendo con ustedes.
Gracias a los que siempre están con sus comentarios y a los que están en forma anónima.
GM

viernes, 11 de diciembre de 2009

Madre hay una sola...

Cuando Silvia quedó embarazada provocó un gran revuelo familiar. Siempre había dicho que no tendría hijos y el porqué de esa decisión era algo que planteaba muy claramente: “No me gustan los niños. Te quitan la vida”.
Cerca de cumplir los 30 años, convertida en una buena profesional y sin una pareja estable, Silvia anunciaba la llegada de un bebé. Y mientras su familia y amistades insistían en saber quién era el padre y cómo seguiría la historia, ella se mantenía firme en su postura. “Lo tendré. Pero no lo quiero. Y jamás sabrán de quién es”. Todos pensaban que esas palabras cambiarían. Tenían la ilusión de que así fuera.
Silvia se cuidó. No faltó a los controles médicos. Ni a las clases de pre parto. Compró el ajuar y esperó el momento sin ansiedad.
Cuando la niña nació, Silvia llamó a su madre y con rudeza, mirándola a los ojos, le dijo: "Tomá, tu nieta ahora es tu hija. Ponele un nombre e iniciá los trámites de tenencia".
Macarena hoy tiene diez años. Vive con sus abuelos. Su madre, la que le dio la vida, la visita un domingo por mes. La niña la recibe con un beso obligado y desaparece en silencio cuando cree que nadie lo nota. Pero antes de hacerlo, le ruega a su abuela que averigüe, que pregunte, que la ayude, porque aún no conoce el nombre de su padre.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Silvina tiene un secreto

Silvina tiene un empleo de medio tiempo, que no sólo le proporciona un ingreso económico, sino que también le brinda la posibilidad de mantenerse activa en su profesión. Su marido trabaja de 8 a 16 y sus dos hijos concurren a un colegio de doble escolaridad, lo que le permite dedicarse al hogar y a ella misma entes de que regresen. Tiene una vida más que organizada. Todo cronometrado. Nunca llega tarde a ningún lado. Quienes la conocen aseguran que es una esposa, madre y mujer ejemplar.
Algunas de sus amigas han llegado a sentir celos cuando escuchan a sus maridos decirles: “Y mirá Silvina, siempre se las arregla con todo. Está de punta en blanco y jamás se queja”.
Sin embargo, Silvina tiene un secreto. Y alguien lo sabe. Pero la admira tanto que jamás lo dejará salir a la luz. Cada día, encuentra una excusa para desaparecer durante media hora. Si está en el trabajo, inventa algún trámite. Si está en su casa, dice que olvidó comprar un condimento sin el cual no puede terminar la receta. Y si está sola igual busca una coartada, por las dudas.
Cada día Silvina se para en la puerta del edificio de vidrios espejados. Mira hacia ambos lados. Luego hacia atrás. Agacha la cabeza e ingresa.
Cuando nota que sus nervios están destrozándola, que las manos le sudan y que no le queda un centavo en la billetera, golpea la máquina tragamonedas con bronca, se cubre la cara con ambas manos y se jura no volver más.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Señora de Blanco

El apellido que portaba parecía conjugarse con el color del vestido que eligió para su casamiento. No había llegado al altar joven y tampoco con su primera pareja. Pero sí como quería. Cumpliendo su sueño de niña, había entrado a la Iglesia radiante.
Varios años después de su boda opulenta, alguien la reconoció en un consultorio médico. Una vieja conocida. Hablaron de sus éxitos en una feroz competencia y criticaron a otras mujeres con énfasis, derrochando gestos que empezaban por sus caras y continuaban por sus manos, casi invisibles detrás del brillo de varios anillos.
Hasta que la voz de la secretaria interrumpió la charla con un: “Señora de Blanco”.
La vieja conocida, que ya había entrado en confianza, le dijo:
-¿Pero cómo, no te separaste de Blanco hace años?
-Sí.
-¿Y seguís usando su apellido?
-Claro. Me costó mucho conseguirlo como para dejar de hacerlo.