jueves, 19 de agosto de 2010

Sumergida

Despertó con la sensación de haber estado sumergida en agua tibia. Cómoda. Sin notar el paso del tiempo. Pero un impulso la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento.

Habían pasado diez horas desde que se recostó sólo pensando en descansar las piernas. La noche la tomó por sorpresa y sus invitados no tardarían más de dos horas en tocar a su puerta.

No iba a ponerse a pensar por qué había dormido tanto. Cuando eso le pasaba recordaba lo que le había dicho su psiquiatra (al que luego apreció como a un amigo, de esos a los que se ven poco pero se atesoran mucho), "cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso".

Pensó en llamar a los cinco futuros comensales y suspender la cena. Empezó a recorrer la casa sin rumbo, sin saber qué decisión tomar o por dónde empezar. Hacía tiempo que no veía a sus amigos y sintió que estaba a punto de echar a perder lo que planeaban que fuera una excelente velada. Sintió un ardor casi agrio que la recorría desde la nuca hasta la cintura.

No podía llamarlos. No quería quedar mal. Jamás les había fallado y sentía que si lo hacía se ganaría la incomprensión de cada integrante de ese grupo al que había logrado pertenecer, a duras penas, desde hacía cinco años.

Sentía que sería juzgada, criticada y hasta abandonada. La desesperación comenzaba a atraparla. Tal como lo hacía cada vez que sus temores ocultos se asomaban. Tomó el teléfono para hablar con su terapeuta antes de entrar en crisis. El contestador automático respondía con la siguiente frase: “Cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso. Por eso hoy, espero me disculpen, no atenderé durante unas horas”.

Entonces decidió sumergirse en agua tibia. Cómoda. Sin pensar en el paso del tiempo. Tal vez eso la relajaría. Pero algo la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento. Los golpes en la puerta de entrada eran tan fuertes que podrían haberla derribado. Envolviéndose en la bata de baño trató de llegar lo más rápido posible. Se asomó por la mirilla y vio lo inevitable: habían llegado, con sonrisas rebosantes y demasiada algarabía. Mientras tomaba las llaves pensó en acurrucarse detrás de la puerta, sin respirar, hasta que se fueran. Pero pensó que seguro insistirán. Llamarían a algún vecino. Harían sonar el teléfono.

Giró la llave dentro de la cerradura. Dos veces. Con decisión. Los miró sin verlos y soltó ya sin temores: “Me he quedado sumergida en el agua tibia, sin notar el paso del tiempo. Tenemos dos opciones: delivery o el bar de la esquina”. Casi al unísono, soltaron “delivery” como respuesta.

Dejó a sus amigos a cargo del pedido. Entró a su habitación arrojando la bata en un rincón, de la misma forma en que había arrojado minutos antes el traje de todopoderosa. Nunca se había sentido tan relajada. Ni siquiera cuando estuvo sumergida en agua tibia.