domingo, 28 de marzo de 2010

La cosecha

Le hubiera resultado más sencillo sentir temor a perderlo todo, como en otro tiempo. Pero el despertar había sido distinto. La humedad se filtraba por la vieja ventana de madera, junto con su olor, anunciando el aguacero.
Habría sido más fácil declararse cansada y no mover ni un solo músculo dolorido. Sin embargo, saltó de la cama cuando la primera piedra dio de lleno contra el vidrio.
Descalza tomó una frazada y se envolvió. Estaba dispuesta esta vez a dar batalla. La tormenta no mataría su esfuerzo.
Llegó hasta las hileras, embolsó en una arpillera los frutos más rojos, sin sentir el dolor que el granizo se había propuesto lanzarle sobre su espalda.
Hundió sus pies en el barro. Abrió sus dedos entumecidos para espantar las hojas que entorpecían el paso por los surcos y arrastró la bolsa hacia el galpón que oficiaba de cocina; al mirar hacia atrás vio como el trabajo realizado por manos curtidas se perdía.
Sin derramar lo obtenido y menos aún una lágrima encendió el fuego, mientras el hilo de agua que brotaba de la canilla se llevaba la tierra, dejando fluir el rojo furioso de los frutos. Los tomó. Los partió. Quitó las semillas y comenzó la alquimia.
El aroma que empezó a soltar el dulce le devolvió la calma. Sólo llenó seis frascos. No serían en absoluto suficientes para pasar el invierno. Pero serían, sin duda, los mejores de la peor de las cosechas.

jueves, 18 de marzo de 2010

La caja de la abuela

Tomó entre sus manos la vieja lata de galletas. No pudo imaginar cuántos años tendría. Menos aún cómo había llegado a su casa. Sí sabía que muchas veces la había visto a su abuela sostenerla. Llevarla de un lugar a otro. Abrirla. Cerrarla y luego esconderla.
La sacó del armario con desesperación, como esperando encontrar algún tesoro. Algún indicio. Alguna respuesta a quien sabe qué incógnita.
Sólo encontró, detrás del herrumbre, unos cuantos botones, hilos, tizas. Nada que la llevara a algún secreto o gran revelación. Durante años se había imaginado levantando la tapa y descubriendo cartas o fotos. Muchas. Llenas de palabras atestadas de sentimientos. Pero nada de lo que había tramado su mente aparecía. Sólo carreteles y agujas.
Sin sacar los ojos de la caja, espantó el polvo. Eligió las cosas que aún servían, tocando cada uno de los objetos olvidados durante décadas, como si aún buscara en ellos algo especial. Los observó detalladamente para luego traspasarlos a su moderno costurero de madera. Se tomó su tiempo para hacerlo, sin dejar de pensar en la larga falda de la canosa anciana meciéndose, mientras llevaba la lata de un lado a otro.
Cuando estaba a punto de guardar lo rescatado en su armario, sintió que sí había encontrado algo. Olores. Colores. Recuerdos. Y con ello, la imagen de su abuela en el pasado, mirándola por encima de los lentes; sonriéndole, cada vez que daba una puntada.

sábado, 6 de marzo de 2010

Secretos recuerdos de mujer

A primera hora de la mañana, Doña Raquel daba dos golpecitos suaves sobre la puerta de la última habitación del pasillo, ubicada en la planta alta de la vieja casona. “Niña, despiértese y apúrese que tengo una sorpresa para usted. Baje arregladita”.
La chica se restregó los ojos y sintió la suavidad de las sábanas perfumadas por la brisa marina. Pensó en quedarse un rato más en la cama. Pero si Doña Raquel hablaba de sorpresas era mejor darle el gusto rápidamente. De lo contrario no dejaría de llamarla hasta lograr su cometido.
La joven bajó y encontró a la mujer ansiosa esperándola en el hall. “Vamos, vamos, que alguien nos ha invitado a desayunar. Le aseguro niña que jamás olvidará el momento que va a vivir”.
Ambas salieron a paso acelerado. Caminaron unas cuadras y llegaron a un edificio bajo, con pocos departamentos. Algunos con vista a la playa y balcones de película.
Doña Raquel tenía llave. Abrió y le preguntó a la mucama dónde estaba la señora. Obtuvo la seña y dio unos pasos hacia el ventanal que daba a la terraza.
Desde allí, la chica pudo ver una mesa redonda, cubierta con un impecable mantel blanco, adornada con flores, y con las tazas a la espera de un humeante café. Junto a ella, la señora de cabello corto y ordenado.
“Ella es mi amiga y cuando le he contado sobre usted –le dijo Raquel a la muchacha- me ha dicho que la invite a su casa. No la invada a preguntas. Sólo disfrútela”. Y la joven así lo hizo.
Las esperaba leyendo el diario. Vestía una túnica de seda verde tornasolada. A la chica le resultó familiar. Pero no terminó de reconocerla. Tampoco escuchó su nombre en ningún momento. Supuso que debía ser una muy buena amiga de Doña Raquel, porque si algo predominaba en ese lugar era el cariño y, por sobre todo, la tranquilidad y complicidad entre ambas.
Hablaron de la madre tierra, los legados, las mujeres fuertes y las débiles. El poder de la palabra y las historias que hacían historia. En verdad, para la “niña” como la llamaba Doña Raquel, aquel prometía ser un momento inolvidable.
Con un último sorbo de café, la mujer estiró su brazo hacia la mucama y le pidió retirar las cosas. Se incorporó y respiró profundo dejando que el viento fresco ondulara su túnica. Miró a Doña Raquel, luego a la niña y disculpándose por su repentina partida dijo: “Ha sido un desayuno maravilloso. Pero ahora tengo muchas letras que ordenar”. Se escabulló entre los muebles y cerrando la puerta de vidrio se sentó frente a una máquina de escribir.
“Doña Raquel –dijo la chica- su amiga no me ha dicho su nombre”. “No es necesario –le respondió- le ha dicho más de lo que a muchos. Y ya con el tiempo usted misma lo descubrirá”.
Hace unos días aquella joven, ya convertida en mujer, mientras miraba las tristes imágenes del terremoto ocurrido en Chile, recordaba a Doña Raquel rogando que estuviera bien. “Espero que así sea, porque aún deseo que salga de sus propios labios el nombre de aquella señora”, susurró tomando el libro cuya portada mostraba la imagen de una mujer en sepia.


Dicen que esta escena transcurrió en Viña del Mar, Chile. Y que Doña Raquel es tan real como la niña. También dicen que el portero del edificio tenía la orden de que nadie molestara a la señora Isabel.
Con este relato quiero mandar mi abrazo a las mujeres chilenas y el deseo de que la fortaleza no se apague. El coraje y el amor las ayudará a levantarse.