La flecha que le atravesó el pecho
llevaba un nombre escrito con tinta roja. Tan roja como la furia que
había estallado en sus venas al descubrir la traición. Sin
pensarlo, la arrancó de un sólo tirón, dejando expuesta la herida,
que abriría y cerraría cuantas veces fuera necesario, para saber si
aún su sangre corría con la misma intensidad, plena; o si se iba
apagando de a poco.
Ocultó por un tiempo el dolor y
aguantó el deseo de gritar. No era cualquier mujer. Tal vez lo había
parecido en algún momento, pero ya no. Había aprendido a ser
paciente. A observar. A descubrir.
¿Pero por qué fue ella la que
debió soportar el ardor de aquel puntazo inesperado? Más tarde
encontró la respuesta con otro disparo certero: “porque te lo
merecías”. El había lanzado con intención, buscando una
reacción desde el momento en que fijó la cuerda del arco. Había
intentado que algo la despertara del frío letargo.
Ya con la verdad frente su rostro, ella
revisó la herida. No estaba bien. No estaba cerrada. Entonces, el
habla se transformó en aullido. La sangre en fuego. La mujer en
loba. Con los dientes y las garras afiladas estaba lista para
lanzarse sobre su presa. Ansiosa por devorarla. Frenéticamente
dispuesta.
No era cualquier mujer. Había
descubierto su nuevo rostro, su otro costado.
Un zarpazo le bastó para alejar al ya temeroso hombre que había
pintado su nombre en aquel puntiagudo instrumento. Luego buscó una cueva. Un refugio. La
bestia se había apoderado de su ser. Y sola, buscaría lamerse la
herida hasta sanarla.
Ilustración: Iria Fafián (España)