viernes, 30 de octubre de 2009

Víctima en el andén

Lety elige una fecha para visitar a su madre en la Capital. Pide una licencia laboral. Sabe que será difícil que Augusto, su esposo, la acompañe. Sin embargo, le consulta. Segura de que él no podrá, saca un pasaje para un lunes a primera hora, así alcanza a despedirla en la terminal de ómnibus antes de ir al trabajo.
Así sucede. Lety apoya la mano en el vidrio del colectivo y espera que su marido haga los mismo del otro lado. Le arroja un beso y parte.
Una hora más tarde, llega la primera parada. Lety baja con su pequeño bolso de mano y una mochila. Enciende un cigarrillo. Lee los titulares de los diarios en el quiosco de revistas. Mira el reloj. Le quedan unos minutos para ir al baño.
De regreso al andén, el coche ya esta en marcha. Los pasajeros suben. Y ella llega justo para encontrarse con Esteban, que ansioso la busca entre la gente. “Se hace tarde -dice mientras se pone en puntas de pie para besarlo-. El viaje es largo y el tiempo es poco. Mi madre me espera al atardecer”.

martes, 27 de octubre de 2009

Madres cómplices vs. amigas cómplices

Hace ya muchos años, nos hablaron de una médica dedicada a la estética femenina. Mi amiga quería perder unos kilos que tenía de más y yo recuperar unos que había perdido entre el trajín del trabajo y el descuido. Confiadas de que obtendríamos resultados, como si alguna transfusión mágica le sacara a una un poco y se lo diera a la otra, fuimos.
No nos sorprendimos al encontrarnos con hermosísimas señoras en la sala de espera. Muchas no tenían motivos para estar allí. Quizás nosotras tampoco. Pero así somos las mujeres.
Sí nos llamó la atención lo que la secretaria decía a cada una cuando se retiraba: “Tiene que ir a esta dirección, dentro de quince días, a retirar las pastillas, y tomarlas como le indicó la doctora”. ¡Anfetaminas!, pensé. “¡Milagro!, pensó mi amiga.
Nos sentamos en la atestada sala de espera. Y como suele suceder, alguien empezó una charla. “Yo las conozco a ustedes”. Un “¡Sonamos!” retumbó en mi cabeza, como si nos hubieran descubierto en la peor fechoría. Ya en ese momento quise huir. Pero mi amiga seguía pensando en “su milagro”.
Con algo de ansiedad, la intriga nos hizo permanecer sentadas en las incómodas sillas negras. “Sí –agregó la señora- ustedes son amigas de fulana”. Había acertado. ¿Pero cómo sabía? Pueblo chico infierno grande, pudo haber sido la mejor respuesta. “Porque fulana también es amiga de mi hijo y ustedes estuvieron en su cumpleaños”, dijo. Entonces, quedaba develada la incógnita.
Pero como la espera se hacía larga, la señora siguió hablando de su hijo, que ya por ese entonces se perfilaba como el conocido carilindo de la movida nocturna, con ansias de crecer y ocupar el trono de la notoriedad.
La dejamos que hablara. No íbamos a perdernos los chismes. Obvio. Y el mejor llegó como media hora después de haber escuchado las más increíbles maravillas sobre ese hombre. “¿Saben qué?, no vengo acá por mí. Vengo por mi hijo. Él siempre fue gordito. Entonces me manda a mí a buscar las pastillas. Se muere si alguien lo ve”.
Cuando la mamá cómplice se perdió tras la puerta del consultorio, agarré a mi amiga del antebrazo y le dije salgamos de acá antes de que sea tarde. Habían varios motivos para hacerlo. La reputación de la médica ya resultaba dudosa. Cualquiera que entrara a la consulta podría terminar histérica y con las manos temblorosas. Y lo peor, media ciudad se enteraría que habíamos estado allí.
Me costó el enojo y la bronca de mi amiga al sentirse manejada por mí. Creía hacerle un favor y, admito, me comporté como una madre furiosa sacándola a los tirones. Nunca supe si alguna vez entendió el por qué. Y con el tiempo no la vi más. Pero les puedo asegurar algo, al hijo de la señora lo he visto varias veces y sigue igual. Definitivamente, el tratamiento no era efectivo.

viernes, 23 de octubre de 2009

¿Y dónde está la novia?

El calor podía humedecer las manos de cualquiera esa mañana. Y el encierro del despacho de la jueza ayudaba. La ropa para la ocasión y la espera también.
Y mientras una novia daba el sí en la sala del Registro Civil, vitoreada por sus amigas como si hubiera ganado la partida más difícil de su vida, en el pasillo, atravesando la puerta, un grupo esperaba la celebración del próximo casamiento.
Ahí estaban el novio, los testigos, los padres, el resto de los parientes, los amigos. Pero, no estaba la novia.
Sin dudas, en algún instante habrán notado su ausencia y se habrán preguntado: ¿Dónde está? Cuántas respuestas se habrán imaginado. En el baño. Acomodándose el peinado. Retocando el maquillaje. O teniendo una última charla con alguien. Quién podría saberlo. Quizás una o dos personas en ese lugar.
Pero afuera, en los jardines, más precisamente entre los arbustos, todo aquel que atravesaba la vereda o subía la escalera principal, se hacía otra pregunta. ¿Qué le pasa?
Ahí estaba, la novia, devorándose el último cigarrillo de soltera. Encorvada. Enfundada en un vestido blanco lleno de tules -que seguramente la llevaría ese mediodía después del Civil a una ceremonia religiosa- pitando, desesperada.
Los que la vieron pensaron: “Sí que la puso nerviosa el casamiento”. “Cuánta ansiedad”. “Que angustia”.
Sin dudas, ella había creado una postal diferente. Y el cigarrillo ardiendo dejaba abierta la puerta a la imaginación. ¿Sería el último?, ¿Por qué se había escondido?, ¿Algo prohibido?, ¿Estaba mal? ¿Estaría quemando lo que dejaría atrás? ¿O estaba penando de ante mano lo que vendría? Sólo ella y las cenizas que cayeron en el césped lo saben. Esa es parte de su historia.

La novia de mi marido

De nada había servido que todas trataran de alertarla. Hacía oídos sordos a las insinuaciones. Hasta que un día, muy suelta de cuerpo y de palabras Bibiana afirmó frente a todas sus amigas: “¡Pero claro que lo sé! No soy ingenua. Sólo trato de parecerlo. Sé su nombre. Donde vive. Y cuánto gasta mi marido en ella.
“También sé que el celular apagado por reuniones importantes es la excusa. Y que los viajes repentinos para participar de congresos no son otra cosa que pequeñas lunas de miel. Pero saben una cosa, yo tengo su apellido, su tarjeta de crédito, un auto nuevo cada año, un viaje a cualquier destino cuando quiero y tiempo suficiente para buscar amigos.
“Chicas es sencillo –les dijo-, ella maneja sus horarios, su mente, su vida y, sin saberlo, libera la mía”.
Bibiana había dejado atónitas a la mitad de las mujeres que la escuchaban y desatado la envidia del resto.

Mi novio... Mi novio... Mi novio...

No se le escuchaba decir nada sin que agregara “mi novio”. En cada frase. A cada instante. En cada sitio. Hasta el hartazgo. Algunas decían que las mariposas que anuncian la llegada del amor, revoloteando en el estómago, se le habían subido a la cabeza. Otras, que estaba cada vez más sometida.
La realidad era muy profunda. Necesitaba, sí, que todo el mundo lo supiera. Estaba de novia. Quería demostrar que su imagen desgreñada y criticada por sus esculturales amigas, no había sido impedimento para conseguirlo. Tampoco sus kilos de más, esos que tantas veces le marcaron todas. Quería demostrar con sus "mi", que estaba saliendo de la soltería sin poner en práctica todas las argucias recomendadas.
Y quien fuera capaz de leer en su mirada, a simple vista notaría que en verdad había encontrado lo que siempre había querido. Lo tenía. Estaba con él sí. Sin cambios, sin dietas, sin maquillaje, tenía su propio yo adherido a un "mi".

miércoles, 21 de octubre de 2009

Le contaron que dijo que dice que...

Carina no se sentía muy bien esa mañana. Decidió postergar todo lo planeado y disfrutar de una larga ducha. Antes llamó a su madre. Le hizo un comentario y pidió discreción.
Minutos después... Su madre llamó a su tía. Su tía habló con la abuela. La abuela se lo contó a la vecina. La vecina, al carnicero. El carnicero, a otra clienta. La clienta a su hija. La hija de la clienta a su amiga. La amiga de la hija de la clienta, al marido. El marido de la amiga de la hija de la clienta, al oculista. El oculista a su secretaria.
La secretaria del oculista a la maestra de su hijo. La maestra del hijo de la secretaria se lo dijo a la peluquera. La peluquera lanzó la novedad al proveedor de tinturas. El proveedor de tinturas agarró el celular y llamó a su mujer. La mujer del proveedor de tinturas se lo dijo al veterinario. El veterinario se lo contó al peluquero canino, quien se lo dijo a la dueña del ovejero alemán cuando pasó a buscarlo.
La dueña del ovejero alemán se cruzó con la chica que escribe en la sección sociales del diario y le dio la primicia. La chica de sociales del diario se acordó del comentario cuando fue a la farmacia. Entonces se lo contó a la farmacéutica.
La farmacéutica se lo contó a la cajera de la farmacia. La cajera de la farmacia, al cadete. El cadete, a la señora que había pedido analgésicos para el dolor de muelas. La señora con dolor de muelas no podía ni hablar pero llamó a su hermana para comentarle. La hermana de la señora del dolor de muelas llamó a su esposo, que estaba trabajando en su oficina.
El marido de la hermana de la señora con dolor de muelas llamó a su empleado a su despacho. El empleado golpeó con los nudillos la ventana e ingresó. El jefe lo esperaba con los brazos abiertos. Se le abalanzó dándole varias palmadas casi asesinas al grito de: ¡Felicitaciones hombre. Al fin será papá!
Carina ya había tomado su larga ducha y disfrutaba de un café humeante cuando tomó el teléfono para darle la noticia a su marido.

lunes, 19 de octubre de 2009

Nacimientos

Hubo un tiempo en el que había perdido el sentido del humor. Lo encontró en un caja en el desván. Contenía fotos que la mostraban desde bebé hasta la adolescencia. El primer recuerdo la abordó como un soplido del subconsciente. Ahí comenzaba la historia.
Forrada en papel rosa con muñequitas de frondosos vestidos y mejillas ruborizadas, esa caja no había sido pensada para ella. Como tampoco la ropa que prolijamente acomodada había llevado dentro.
Antes de nacer ya tenía nombre y era de varón. La batita que le pondrían cuando saliera del vientre de su madre era celeste. Entonces, cuando la luz roja indicó el nacimiento, nadie corrió hacia la puerta de la sala de parto.
Mientras el médico sostenía a una niña que había forcejeado contra un cordón umbilical que la apresaba tan fuerte como podía, en la habitación contigua un grito desgarrador le daba la bienvenida al pequeño dueño de la caja rosada, con batas bordadas en carmín y escarpines rosas. Lo llamaron Adrián.
La decisión más rápida fue intercambiar las cajas. Y por eso ella tenía la de las muñecas rozagantes. Para todos, no fue más que una anécdota. Para ella fue una marca.
Le dieron el nombre que le hubiese gustado tener. Le dieron todo. Pero algo le faltaba. Y buscando el humor que había perdido, entendió que había dejado atrás a la mujer que no esperaban.
Había pasado gran parte de su vida tratando de ser lo que no fue. Se esforzó con rudeza por obtener los puestos más altos. Se arremangó camisas como cualquiera de sus colegas varones. Trabajó hasta altas horas de la noche sin más objetivos. La competencia hombre a hombre la desgastaba, pues ella era una mujer. Cuando tuvo la caja en sus manos lo recordó. Rió a carcajadas. Se sacudió el polvo guardado durante años. Se pintó los labios de rubí. Alisó su pelo. Y volvió a reír.

viernes, 16 de octubre de 2009

Algunas frases que me han dicho desde que soy madre

Una pequeña lista de las que recuerdo. Dejé de lado las que a veces te gritan en la calle aunque vayas con tu hijo en brazos. Seguramente ustedes tienen muchas más.
-Los niños vienen con un pan debajo del brazo. Aún no he visto el pan. Pero sí muchos pañales, mamaderas, manchas en la pared y mucho desorden.
-Los niños no vienen con un manual. Totalmente cierta.
-Estás igual. Falsa, nunca estás igual después de ser madre.
-Ya recuperaste tu peso. Verdadera. Pero que fea suena.
-Esto recién empieza. Verdadera. Así es la vida.
-Sacalo rápido de tu habitación. Esa fue buena. Pero nunca pude dejar de levantarme varias veces a verlo.
-No hay nada más lindo que dormir con tu hijo. Pero no mencionaron las patadas, las babas y los tirones de pelo.
-No vas a poder dejar de mirarlo. Verdadera. Una nunca se cansa.
-Dejalo que llore. No lo alces. No he hecho caso a esta frase.
-Tenés que curarle el empacho. Y... a veces terminamos buscando a la señora que lo hace.
-No lo peles. Por algo nacen con pelo. Y terminamos pelándolo.
-Si ves a una madre enojada tironeando de un niño en la calle, seguro tiene entre dos o tres años. Verdadera, eso es porque no traen un manual cuando nacen.
-Tenés que volver a trabajar rápido o te consumen. Prefiero que me consuma mi hijo antes que un jefe malhumorado.
-Ah pero mi hijo esto o lo otro. Y sí, así somos las madres.
-No puedo creer que seas madre. A veces yo tampoco.
-Haceme caso, yo sé por qué te lo digo. A veces es verdadera y otras falsa. Las mamás tampoco venimos con manual.
-Preparate para volver a hacer la escuela primaria. Veremos cuando llegue el momento.
-Disfrutalo ahora porque en unos años más ni le ves la cara. Parece tan verdadera como la vida misma.
-Hijos chicos probremas chicos. Hijos grandes problemas grandes. ¿Será así?
-¿Y para cuando el hermanito? Es la frase más trillada de todas. Esa que te da ganas de contestar y a vos qué te importa.
Y la última: Feliz día mamá.

La mujer de los ojos claros.

Veo a la mujer de los ojos claros casi a diario. Siempre cruzamos algunas palabras. Y no faltan las anécdotas. En muchas oportunidades terminamos hablando de los hijos. Cómo son. Cuánto nos preocupan. Cuánto nos alegran. Cosas de madres. Cosas de mujeres. A veces profundas. A veces superfluas.
En algunos puntos nos reflejamos. En otros nos reímos de nosotras mismas. Sabe entender cuando algo me cuesta o cuando no sé qué o cómo hacer. Y, con el tiempo, le fui encontrando la explicación a ello. Tiene tres hijos. Por eso conoce pasos y senderos que aún no descubro o transito en el rol de madre.
Un día no pude esconder el cansancio durante la conversación. Mi pequeño me había dado una buena batalla para empezar la mañana. Ella lo había notado y con mínimos gestos me alimentaba el ánimo. Una vez más, me entendía.
Un día le pregunté qué edad tenían sus hijos. Me sorprendió cuando dijo que los tres tenían la misma. Trillizos. Desde ese momento la vi de otra manera. No hacía falta explicarle de berrinches, agotamiento, emociones, felicidad, deseos, sueños, ternura, enojos o decisiones. Ni sobre el tiempo que no alcanza o el dinero que no sobra. Obviamente, nada le era ajeno.
Ese día, ella se dejó ver mujer, madre y esposa. Trabajando. Viviendo. Buscando. Ese día dejé de ser el centro de la escena y comencé a entenderla a ella.

jueves, 15 de octubre de 2009

La fuerza de una madre

Ale estuvo a punto de morir en su último parto. Y cuando digo morir no es una metáfora. Todo se complicó. La conocí en la Patagonia, lugar que como ya he dicho fue mi hogar por varios años.
Una madrugada, cerca de las cuatro, sonó el teléfono. Sabía que esa llamada no anunciaría nada bueno.
“La flaca está mal. Se complicó todo”. En ese momento, mi corazón empezó a latir más rápido que de costumbre. Salté de la cama. No sabía hacia dónde caminar. Fui a la habitación de mi hijo y simplemente lo miré.
Me senté junto a él un instante y recordé a "la flaca" tan activa como un volcán guiando a sus tres criaturas; sonriente a pesar de los avatares, luchadora, emprendedora. Y pedí a la vida que la cuidara y a la muerte que la dejara en paz.
Creo que fuimos muchos los que deseamos el milagro. Muchos los que estuvimos presentes aunque estuviéramos ausentes.
Después de varios días de incertidumbre y desesperación, despertó. Miró a su marido y preguntó por su beba y sus otros tres chicos. Hubo lágrimas. Esfuerzo. Solidaridad. Y mucho más que eso. Ale volvió a demostrar que la fuerza de una madre no puede compararse con nada.

La psicología de Cecilia

Cientos de especialistas hablan de los cambios que se producen psicológicamente en las mujeres de cuarenta. A veces resultan ciertos. Otras no. Algunas optan por dar giros inesperados para los demás, pero muy analizados y esperados por ellas.
Ese fue el caso de Cecilia, quien se sumó al porcentaje de las que quieren volver a estudiar, aunque ya se hayan realizado profesionalmente.
Ella había obtenido su título de Perito mercantil y, luego, un diploma que colgó orgullosa al recibirse de Contadora. Pero con los 40 recién cumplidos, se descubrió amante de la psicología. Lo pensó, lo meditó y se inscribió en la carrera que sospechaba sería su puerta de ingreso a una nueva vida.
Pero no pensó en cómo iba a reaccionar su marido. Tampoco se molestó en consultarlo demasiado. Sólo anunció, ya que supuso que estaría de acuerdo. Entonces, siguió adelante. Pero, siempre hay un pero. Cuando llegó el momento de sentarse a estudiar para rendir finales, notó que le resultaría más práctico unirse a un grupo o al menos a un trío o simplemente formar un dúo.
Allí comenzaron los problemas. Cecilia, totalmente extrovertida, coqueta, graciosa, jocosa y linda, no obtuvo ni un solo sí de sus compañeras al momento de buscar con quién estudiar. Pero, consiguió muchos de sus compañeros. Eligió a uno e hizo planes.
-Amor, voy a empezar a estudiar con Ramiro.
-¿Qué?
-Que quedé con Ramiro para preparar una materia.
-¡No, vos estás loca!
-No me importa lo que digas. Mañana empezamos en su departamento.
-¿Pero en qué estás pensando. Te vas a meter en el bulín de un tipo?
-¡Ay, qué decís, si es un niñito, tiene 20 años!
-¡Definitivamente estás loca!
-Bueno, entonces que él venga a casa.
-¿Me estás hablando en serio? ¿Pensás meter un hombre en casa? ¿En qué estás pensando?
-En estudiar, en qué más podría estar pensando.
-¡En mí. Podrías estar pensando en mí!
-Voy a estudiar con Ramiro te guste o no.
-Mirá, que te quede claro: es él o yo.
Cecilia se pasó las manos por la cara. Lo miró a los ojos y dijo: esta vez soy yo. Ni él ni vos. Que te quede claro.

miércoles, 14 de octubre de 2009

“Me sacaron la tarjeta”

Entré en un negocio de esos en los que venden desde adornos hasta bijouterie y ropa. Me había tentado una pulsera plateada. No pensaba comprarla. Sólo quería verla y averiguar el precio. El local se veía pequeño por fuera, pero por dentro tenía varias habitaciones repletas de objetos.
Mientras esperaba a que me atendieran una mujer revisaba con notoria desesperación todo lo que se ponía ante sus ojos. Los collares, la habían atrapado. Agarraba uno, lo soltaba e iba por otro. Como demoraba mucho en su elección, me llamó la atención más que las paredes desbordantes de cuadros y percheros.
Estaba prolijamente peinada. Cuidada. Sus zapatos debían costar más que todo lo que yo llevaba puesto. Su traje era, sin duda, de buena calidad. El saco blanco, impecable, tenía terminaciones en un gris perlado tan delicado como sus cuidadas manos.
Eligió finalmente varias cosas. Y luego pidió que le sacaran la cuenta. Metió la mano en su cartera y dijo: “no me alcanza”. “Puede pagar con tarjeta”, le dijo la vendedora.
En ese momento, la mujer miró hacia ambos lados, como tratando de percibir algo. Se corrió el mechón de pelo que le cubría la frente, se inclinó hacia la chica y casi susurrando le dijo “sabés que pasa, mi marido me sacó la tarjeta. Dice que gasto mucho y debe ser cierto porque ya tampoco me queda efectivo”.
Con timidez mostró un billete de veinte pesos. “Es todo lo que tengo. Pero esos collares me han elegido y serán míos. Tomá, te los dejo de seña. Guardame todo, que yo esta noche consigo el resto”.
La vendedora recibió la seña. Y anotó un nombre y un apellido en un cuaderno. La clienta, se puso sus lentes oscuros. Largó un au revoi y salió. Habíamos quedado junto al mostrador la chica y yo. Ambas nos hicimos la misma pregunta: ¿Volverá? Todo dependía de que tan buena fuera su noche.

viernes, 9 de octubre de 2009

El celular, las carteras, el correo y la trampa

Muchos pueden tener la tentación. Pensarlo dos veces y echarse atrás. Rodrigo no pudo. Sospechaba todo el tiempo de Valeria. Especialmente cuando escuchaba las anécdotas de algunas chicas de la oficina. Se sentía perturbado cada vez que alguien decía: “viste, si son todas iguales, la que no corre vuela”.
Comenzó a fijarse en los horarios de su mujer. Trató de estar atento a sus salidas o encuentros con clientas y amigas. Si se arreglaba más de lo normal le hacía cientos de preguntas u ofrecimientos diversos con la intención de que pasara más tiempo en casa.
“Ella puede ser tan o más astuta que mis compañeras”, había pensado en voz alta, mientras tomaba una cerveza con sus colegas después del trabajo, ritual que no dejaría de lado por más preocupado que estuviera. “Tenés que ser más rápido. Busca datos donde podés y donde no; y mirá todo, lo que se puede y lo que no”.
Así empezó a saciar sus tentaciones. Primero fue el celular. Esperó que Valeria se durmiera y revisó mensajes, llamadas (echas y recibidas) y directorio telefónico. Nada. Sólo trabajo y cosas de mujeres. Decidió insistir. Era el turno de los bolsillos. Esperaba que ella hubiera dejado algo olvidado. Nada. Ni en las carteras. Ni en las camperas. Ni en los jeans. Otra vez, nada.
Pasó decenas de veces junto a la computadora. Intentó sentarse para abrir su casilla de correo. Sería fácil –pensó- porque su esposa era muy predecible a la hora de poner claves. Avergonzado de sus tontas ideas decidió darse un descanso.
Pero los amigos insistían: “No seas tonto. Seguí buscando”. Resolvió que lo mejor sería despejarse y sacarse los fantasmas de la cabeza. O que tal vez debería hablar con ella. Si algo le ocultaba quedaría al descubierto. Y si no, lo entendería; simplemente porque lo amaba.
Pero antes de cerrar sesión, hundió sus dedos en el teclado e intentó con varias palabras. Hasta que acertó. “Bandeja de entrada: (Asunto) Rv: MI MARIDO”. Abrió el mail sin dudarlo y leyó: “Sí, soy más astuta que vos y todas tus compañeras. Ojalá estés leyendo con atención. Ya es hora de terminar con esta tontería. Te he dejado ver todo lo que podías y lo que no. Espero que la próxima vez que estés lleno de fantasías, agobiado e inseguro, recuerdes verificar que has cortado bien tu celular mientras me sacás el cuero con tus amigos. Nos vemos. Vale”.
Rodrigo cerró la sesión. Aflojó el nudo de su corbata. Olvidó la cerveza after office. Llegó a su casa temprano. Y cambió de tema.
Valeria, cambió su clave.

Guillermina y un jamás que nunca fue

Guillermina encontró a su padre en la habitación durmiendo con una persona. No era su madre. No podía mencionar con quién, por pudor o por vergüenza. El silencio de la casa la espantaba. El momento inesperado la había devastado.
La irá se apoderó de su madre, hasta arrastrarla hacia la misma habitación donde había comenzado el derrumbe. La rebeldía había derrotado a su pequeña hermana. Y la pasión oculta de aquel hombre silencioso, al que desconocía después de tantos años de adorarlo, había sembrado en ella resistencia.
Se juró jamás formar una familia. Y no volvió a subir la mirada. Encorvó su espalda y optó por no ver los ojos vecinos y no escuchar las voces cercanas ni lejanas. Hasta que decidió su rumbo. El convento la esperaba. Estuvo allí unos años. Sintiéndose segura, Guillermina no buscaba nada.
Dicen que faltaba poco tiempo para que el hábito cubriera su cuerpo, cuando al fin decidió levantar su rostro y mirar hacia adelante. Todo se le hizo confuso. Vio lo que no había esperado, junto a la puerta de la iglesia. La claridad la invitaba.
Dos años después volvió al barrio. Su madre le abría la puerta de casa mientras su esposo la ayudaba a bajar del auto con cuidado. Guillermina lo abrazó en busca de calma, sin poder rodearlo. Su panza ya no la dejaba.

La gerbera invadiendo el gris

Desde lejos podía vérselo. Traje gris. Antejos. Maletín en mano. Caminaba acelerado, arrojando palabras a borbotones al igual que el otro hombre que iba a su lado, al mismo ritmo y con una imagen similar.
Pero, también, desde lejos, podía notare algo que los diferenciaba, él llevaba una flor -envuelta en celofán- en su mano izquierda, casi inmóvil, como si temiera deshojarla.
El rojo fuerte de los pétalos invadía la monotonía de los atuendos. Era como si la gerbera hubiera escapado de una selva tropical, para meterse en el bloque citadino persiguiendo ser cómplice de algún destino.
Ese medio día caluroso la “margarita gigante” se estaba acercando a alguien. ¿Quién sería? ¿Por qué la recibiría? ¿Una ocasión especial? ¿Un detalle? ¿Iría en busca de un te quiero, un simple gracias o un perdón? Sólo ellos lo sabían. Sin embargo, algo quedaba claro: había sido elegida para formar parte de una historia, que quedaba a la vista de todos sin profundidad, sin relatos, sin espías. Sólo permitía imaginar que detrás de la imagen había una mujer.
Ya a solas, él entró a un edificio. Abrió la puerta del departamento y dejó el maletín apoyado en un sillón. Fue a la cocina y puso a la gerbera sobre la mesa. Sacó la comida congelada. Le dio un golpe de microondas y se sentó a almorzar. El, la flor y el Zonda intruso colándose por la juntas de las ventanas. Quién sabe dónde quedó "ella".

martes, 6 de octubre de 2009

El clic, el sabor metálico y la papanatas

Sintió un clic y el sabor metálico le atravesó la garganta. No sabría hasta después de unas horas que el sonido provenía de una 9 milímetros.
Había tenido la suerte de salir del edificio en el momento justo. Pero el destino la hacía volver en el menos indicado. Ingresó por la puerta de doble hoja y notó algo raro. Pero eso no la detuvo. Caminó diez pasos, hasta que alguien la tironeó de su abrigo. “Quedate quieta nenita que esto es un asalto”.
En segundos, pasó a integrarse al grupo de colegas que había quedado de espaldas a los asaltantes, sin poder mirarse. Algunos, casi, sin poder respirar. Recordó que tenía su teléfono celular en el bolsillo de la campera. Metió su mano con la intención de apagarlo. No sabía cómo podría reaccionar si sonaba. Y volvió a sentir la voz: “¡Te dije que te quedaras quieta! ¿No entendés?.
Comenzaron a sudarle las manos y a aflojársele las rodillas. Las imágenes pasadas revoloteaban en su mente. No estaba segura de estar viviendo todo en un segundo o en una eternidad. Y en ese tiempo todo se iba y todo volvía.
Las corridas indicaban que el atraco estaba por terminar. Cuando eso sucedió, simplemente le ordenó a sus pies moverse. Guardó las emociones. Se aseguró de que sus afectos supieran que estaba bien antes de que vieran las noticias y, luego, volvió a trabajar. No vio rostros. No fue una testigo clave. No perdió la cordura cuando alguien la trató públicamente de papanatas por no haberse dado cuenta de lo que pasaba. No lloró. Pero jamás olvidó la escena. Y cada vez que pisaba el lugar en el que había estado pensando en qué terminaría la historia, volvía a sentir el clic metálico que la dejó con vida.

sábado, 3 de octubre de 2009

Ella, la errante

Ella, ante la adversidad sabe que tiene dos opciones. O se hunde y se revuelca con los dementores o brota desde su semilla en una explosión rejuvenecedora. Aún no ha decidido.
Ella conoce los polos. Sabe cuántas veces ha podido llenar el vaso medio vacío. Pero también sabe qué pasa cuando rebosa de lleno.
Ella todavía no sabe si se dejará vencer o si afilará sus uñas y sostendrá la daga entre los dientes para defenderse de los fantasmas inesperados.
Ella sabe que hay opciones. Hacia arriba o hacia abajo, pasando por los grises y mirando a los costados. Pero aún ni su mente ni su cuerpo deciden.
Ella siente los tirones. Se agota antes de vivir los cambios. Proyecta. Se diluye. Se levanta por inercia. Se aturde. Se despeja. Se encierra. Se abre. Se confunde. Se aclara. Se esconde y reaparece. Pero está segura de algo: esa es su vida y tiene que vivirla.

(Dedicado a todas las Ella que necesitan encontrar su lugar)

viernes, 2 de octubre de 2009

La niña madre

La maestra rural esperaba junto a la puerta del aula la llegada de cada uno de sus alumnos. Muchos lo hacían después de haber caminado varias cuadras y hasta kilómetros; y a veces sólo con la energía que les podía brindar un mate cocido. Pero hacía ya cuatro días que debía tomar el picaporte, cerrar y comenzar la clase sin la presencia de Melisa.
Preocupada, envío un mensaje a su casa. Necesitaba saber qué estaba pasando. La mañana siguiente la sorprendió con la llegada de la niña junto a su madre. “¿Por qué has faltado? ¿Has estado enferma?”, le preguntó a su alumna sin obtener respuesta. Sólo la vio bajar su mentón hacia su pecho como si buscara encontrar algo bajo tierra.
“Mire maestra –dijo la madre- Melisa está embarazada. Y yo vengo a pedirle que me mande avisar si no viene a la escuela, porque ahora se fue a vivir con su novio y yo no quiero que deje de estudiar. Quiero que mi hija sea algo en la vida”.
Con tan sólo 13 años, Melisa sabía qué sería. Al menos en un futuro cercano. También lo sabían las dos mujeres que buscaban su mirada. Melisa sería madre. Una niña madre.

La amistad que golpea la puerta

Hacia siete años que no veía a mi amiga del alma. La vida nos llevó por distintos caminos. Algunas veces, cuando miraba el mar, en la ciudad en que viví casi cuatro años, pensaba que esa inmensidad nos alejaba pero también nos acercaba. Un día, ella había decidido cruzar el océano en busca de un mundo mejor.
La extraño siempre, porque tenemos esa amistad que se celebra todo el año. Hoy llegó hasta mi puerta. El abrazo se me subió hasta el pecho. Las lágrimas quedaron guardadas en los cuatro ojos, porque así somos y seremos, mujeres fuertes, de carácter y sentimientos.
Todo tiempo es poco, más aún cuando se sabe que es escaso. Pero la hora y media que estuvo sentada a mi mesa fue un revuelo de emociones. Recuerdos. Vivencias. Proyectos. Fracasos. Aciertos.
Fuimos como niñas cuando deseamos serlo. Nos apañamos cuando quisimos. Nos dijimos verdades. Nos hicimos hermanas. Hoy nos reconocimos, aunque distintas. Nos pareció que nos habíamos visto ayer. Nada ha cambiado. Ni cambiará.
Veo en su novio la felicidad que buscaba, como veo en mi familia la que perseguimos. Siento. Disfruto. Pienso. Un torbellino incomparable. Y vuelvo a contener las lágrimas cuando se va. Me hace feliz, aunque mientras la veo irse sé que tal vez pase mucho tiempo para poder regalarle otro abrazo. Sin embargo, me confieso afortunada.

La última cena

Su ex marido la había llamado varias veces por teléfono. No tuvo la suerte de encontrarla y ella pensó que era desafortunada por no haber estado para contestar. Juntó coraje y lo llamó. Finalmente escuchó lo que había estado esperando por mucho tiempo: “Me gustaría invitarte a cenar”.
Puso peros, excusas, giró entre uno y otro pensamiento, tratando de que él no se diera cuenta de lo desesperada que estaba por concretar el encuentro. Finalmente aceptó.
Llamó a su mejor amiga. Pidió consejos. Se sumergió en la bañera repleta de espuma. Recogió su cabello. Luego lo soltó. Dibujo con maquillaje su rostro como no lo había hecho en mucho tiempo.
Hurgó en su placard una y otra vez. Dudó. El vestido negro. La falda corta con camisa blanca. Un jean y una remera ajustada. Eligió algo elegante. Se montó en sus tacos agujas. Roció unas gotas de perfume sobre su cuello. Sonrió frente al espejo. Y salió en busca de un taxi. Su ansiedad no le permitiría manejar.
Revisó una y otra vez su cartera. Necesitaba estar segura de que todo lo que le haría falta para una noche anhelada estaba en su lugar.
Cuando llegó al restaurante, él la esperaba. Tranquilo. Ni un rastro de tensión en su rostro. Ella sintió que sería la noche perfecta.
La recibió cortésmente. Le ofreció una copa. No esperó a pedir la cena para hablar. “Mirá quise que nos juntáramos para charlar algunas cosas y resolver otras”. La ilusión la inundaba. Empezaba a sentir que él había recapacitado.
Sorbió de la copa de vino con una mezcla de excitación y nerviosismo. Respiró profundo. Lo miró con impaciencia y esperó las próximas palabras. El sin pausa las lanzó. “Necesito que hablemos con los niños. He decidido casarme con Paula y creo que es conveniente que quedemos de acuerdo en cómo explicárselos”.
Con la última palabra, todo había terminado y todo había vuelto a empezar.

jueves, 1 de octubre de 2009

Honestidad brutal

Había osado decirle a su marido que fuera más cuidadoso con sus modales delante de los niños. Nunca imaginó que eso desataría la furia alrededor de la mesa.
-¿Vos me decís algo a mí?. ¿Te has visto? ¡Estás terrible. La mucama se ve mejor que vos cada mañana! Tu pelo parece alfalfa y te has dejado tanto que te veo venir e imagino un flan caminando. ¡Y, encima, esta comida está asquerosa!
-¿Entonces por qué estás conmigo?
-(Silencio)
-¡Por favor, hablá! ¡Contestame!
-Porque te quiero amor. Porque te quiero.