viernes, 26 de diciembre de 2014

Les dejo mi última columna. Después de un tiempo sin pasar por acá. Retomo el contacto y les deseo a todos los mejor para estas fiestas. Sepan que los sigo leyendo y que siempre hay tiempo para volver a escribir.
Saludos.
Gabriela.

Haciendo clic en "Les dejo mi..." podrán leerla.
Buen año para todos!

lunes, 7 de octubre de 2013

Esa historia que estoy buscando

Escribir sobre las cosas dolorosas o tristes a algunos nos puede resultar más sencillo. Se transforma en una especie de catarsis que nos permite despojarnos de lo que nos hace mal o nos molesta. Cuántas historias plasmadas en libros, libretos, relatos, cuentos, nacen desde el dolor. 
Y si no piensen en cuántas recomendaciones sobre el levantarse y volver a intentarlo leemos a diario. Cuántos consejos sobre lo que debemos hacer o no para salir adelante. Y nada o muy poco sobre la felicidad. 
Y encontrar historias felices viene resultando difícil. Algunas lo parecen. Pero cuando se empieza a ahondar, en algún punto, cambian de rumbo. Entonces pensaba si son así realmente estas historias o son las que he estado buscando. Las que han puesto palos en la rueda de esos relatos de mujeres fuertes, guerreras, que aunque abatidas, agotadas y derrotadas se transformaban en mi inspiración. 
Planteo difícil si se trata de transmitir algo que nos deje pensando. Entonces ahí aparece mi indicador de lecturas diciendo que he abandonado mi blog. Y vuelvo a pensar por unos días. Y resuelvo que no será así. Que siempre habrá una mujer con algo para transmitir.
¿Qué está pasando entonces? Mi historia es la que ha estado cambiando. Y he vuelto a encontrar la felicidad en los pequeños instantes o en los inmensos. He visto miradas cómplices que irradian ternura. Pero también he escuchado lo que no esperaba o lo que no quería. Y he hablado en vez de callar y he recibido las respuestas. He crecido y me he levantado tras las caídas. He entendido a la naturaleza. He pintado. He bailado. He corrido. He llorado. He reído. He decidido.
En medio de tanto, la vida me ha vuelto a enseñar. Y, también, me ha mostrado cómo los viejos temores no siempre se van. Simplemente están dormidos. 
Cuando era niña solía sentirme aislada en algunas oportunidades. El sentido de no pertenencia me resultaba incómodo. Y a quién no, me pregunto. Con el tiempo fui entendiendo que cada cual tiene su personalidad y si no se encaja aquí se encaja allá. Y si no, se sigue viviendo.
Pero en los últimos tiempos, algunos sucesos me revolvieron los recuerdos. Y la sensación de estar fuera me dio un sacudón profundo. Y la tarea de resolver reapareció. De volver a empezar, limpiándose la tierra del porrazo para seguir caminando. Y así ha venido sucediendo. 
El punto es que hoy en día, ya no tengo ganas de meter la cabeza en al tierra como el avestruz. Entonces, aunque los tropezones suelen ser más grandes, ya existen algunas herramientas para no llegar hasta el piso, ya se sabe que se puede poner las manos por delante o tomarse de algo. Ya se entiende que no es lo mismo a los 7 que los 44, aunque se sienta parecido.
Y con mi historia y mi presente y mis temores irán volviendo las otras historias. Despacio. Paso a paso. Encajando entre la felicidad y la dificultad, tal como venía ocurriendo a través de los años.
Entonces está decidido: las historias de mujeres seguirán llegando. El blog de vez en cuando está dormido. Sólo eso.

Las historias siempre están.

He tenido muchas, o muchísimas historias reales para escribir. Sin embargo las he guardado. Algunas por auto censura, otras por no poner sobre la mesa temas que no tenía ganas de tratar. Pero en algún momento los dedos vuelven a posarse sobre el teclado y las palabras surgen a borbotones. Este blog fue mutando año tras año. Fue creciendo. Se fue enriqueciendo con ustedes y gracias a ustedes también. Por ello no lo he cerrado ni lo haré. Aunque sean pocas los relatos siempre estarán. Gracias a quienes se siguen sumando en face.

martes, 23 de julio de 2013

El reloj de péndulo

Si hubiera podido aceitar sus pensamientos tal como lo estaba haciendo con ese pequeño engranaje, todo podría haber encajado de otra manera. Ni siquiera se había dado cuenta de que el rayo de luz no atravesaba los cristales opacos de suciedad, de descuido. Concentrada en no perder el pulso se restregó la nariz contra el hombro, queriendo quitar el polvo que le había dejado la madera del viejo reloj al lijarla. ¿Cómo pudo salvarlo tras semejante caída? Quizá de la misma manera que lo había hecho una  y otra vez con un centenar de cosas durante toda su vida.
La claridad se iba y estaría obligada a buscar la lámpara vieja en el húmedo galpón. Era eso o abandonar la tarea. Decidió continuar. Se mantendría ocupada. Abstraída. Sin resolver lo invisible, mientras reparaba lo posible.
Cuando vio que el péndulo se movía no pudo contener la sonrisa. No había perdido el ritmo. Ni ella. Ni la máquina. Parecían estar unidas mediante ese movimiento, que no se modificaba con el paso del tiempo.
El olor del barniz con el que cubría el último remiendo la transportó por un torrente de recuerdos, acorralados justo ahí, entre una y otra idea, entre sombras y entuertos, entre lo dormido y quieto. Entonces descubrió las grietas en sus manos, ásperas de años, aunque dichosas por el éxito.
¿Por qué había desconfiado de ellas? Tanto tiempo sin darles la posibilidad de crear, de rearmar, de escribir, de acariciar, de volver. Entonces, las imágenes se fueron ordenando en su cerebro. La primera campanada la trajo de vuelta obligándola a levantar la mirada. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda ese péndulo le había mostrado cómo su cara lo seguía dibujando un no continuo, hasta que el temblor lo puso de un golpe contra el piso, la puso en movimiento. Podría haberlo dejado roto, pero decidió que retomara su ritmo. Y ahí estaban volviendo a la vida al mismo tiempo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Pensamiento

Hay historias que iluminan la vida. 

Otras no merecen mantenerse encendidas.

sábado, 2 de junio de 2012

El rostro de la bestia



La flecha que le atravesó el pecho llevaba un nombre escrito con tinta roja. Tan roja como la furia que había estallado en sus venas al descubrir la traición. Sin pensarlo, la arrancó de un sólo tirón, dejando expuesta la herida, que abriría y cerraría cuantas veces fuera necesario, para saber si aún su sangre corría con la misma intensidad, plena; o si se iba apagando de a poco.
Ocultó por un tiempo el dolor y aguantó el deseo de gritar. No era cualquier mujer. Tal vez lo había parecido en algún momento, pero ya no. Había aprendido a ser paciente. A observar. A descubrir.
¿Pero por qué fue ella la que debió soportar el ardor de aquel puntazo inesperado? Más tarde encontró la respuesta con otro disparo certero: “porque te lo merecías”. El había lanzado con intención, buscando una reacción desde el momento en que fijó la cuerda del arco. Había intentado que algo la despertara del frío letargo.
Ya con la verdad frente su rostro, ella revisó la herida. No estaba bien. No estaba cerrada. Entonces, el habla se transformó en aullido. La sangre en fuego. La mujer en loba. Con los dientes y las garras afiladas estaba lista para lanzarse sobre su presa. Ansiosa por devorarla. Frenéticamente dispuesta.
No era cualquier mujer. Había descubierto su nuevo rostro, su otro costado. Un zarpazo le bastó para alejar al ya temeroso hombre que había pintado su nombre en aquel puntiagudo instrumento. Luego buscó una cueva. Un refugio. La bestia se había apoderado de su ser. Y sola, buscaría lamerse la herida hasta sanarla.

Ilustración: Iria Fafián (España)

domingo, 27 de mayo de 2012

Volver a empezar

Algunas veces dejamos algo en un mismo lugar durante un tiempo. A tal punto que se transforma en parte de la escenografía personal. Hasta que por cualquier motivo volvemos a notarlo. Supongo que eso pasó con Historias de Mujeres. Es hora de que entre en movimiento.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Hacia la libertad

Presa de sus pensamientos, en búsqueda de libertad no percibió el mal tiempo. De nada le serviría permanecer en un lugar en el que ya no tenía espacio. Comenzó a deshacerse de algunas cosas a las que llamaba viejas, casi de manera inconsciente. Primero algunos papeles ya amarillos, luego crayones partidos, pinceles, revistas, incluso zapatos y trajes que adoraba pero habían permanecidos quietos, en el mismo sitio durante años, como algunos de sus logros y sus sueños.
Rutinaria al extremo, no había notado cuántas cosas ya estaban fuera de su mundo, como si su otro yo las hubiese arrojado hacia la nada sin pedir permiso. Y mientras eso sucedía llegó la tormenta que había ignorado.
Las gotas eran tan pesadas que no hubo paraguas que pudiera detenerlas. Y ella ya estaba afuera, en medio de la nada. Justo frente a la libertad sin techo.

martes, 22 de noviembre de 2011

No es el día perfecto.....

Quejándome por el día que venía atravesando, de pronto leo en Twitter a una conocida diciendo: "viste cuando tenés un día de mierda. Bueno, eso". Fue suficiente para sumarme a velocidad de la luz con un "somos dos". En ese momento, (no digo que mi vida haya cambiado) me sentí menos presionada por un niño gritando "quiero palomitas, quiero palomitas, quiero palomitas", un perro acarreando juguetes por toda la casa, un teléfono que no funcionaba por tener el cable roto y otro por falta de luz; y la impotencia de que en el teatro de la esquina las luces brotaban cual catarata para el actito de fin de año de algún jardincito. Eso sí, en casa los lácteos perdiendo la cadena de frío. Y el niño, que cansado de pedir por las palomitas, daba vueltas sobre un colchón cual gimnasta ruso, comenzaba a llorar al cabo de dos segundos luego de haberse golpeado la cabeza contra la pared.
El pip, pip, de la alarma hogareña rompiendo la sensación de silencio, que había generado la falta de electricidad; y el lavarropas, sin girar, lleno de prendas de color que en breve comenzarían a desteñirse, no podían ser más irritantes que la voz de la vendedora de servicios de telefonía celular que insistía en venderme aparato nuevo. ¿Para qué quiero aparato nuevo? Si con lo que tengo me alcanza y sobra.
Pensé en la pila de letras acumuladas que tenía para volcar en un texto y que no saldrían ni porque les dijera que ganarían el Pulitzer, en el trabajo que me habían ofrecido a cambio de un canje después de 20 años de carrera y en la pila de cuentas que no se convertirían en cheques, mientras recordaba a esa que por las mañanas, mientras salís como loca para no llegar tarde a la escuela, te mira de reojo con risita socarrona pensando "ama de casa". Y entre más me imaginaba a las hiper defensoras del yo no cocino, no lavo, no plancho, notaba que del otro lado del ciberespacio, a miles de kilómetros había otras que como yo decían "viste cuando tenés un día de mierda". Y me sentí mejor.
"Quiero palomitas, quiero palomitas" giré la cabeza hacia el patio y ahí estaban las palomitas de verdad comiéndose mis rúculas, mis caseras y sabrosas rúculas.
En ese momento, las voces salieron de la radio. Volvió la luz. Y las noticias. “Viste cuando tenés un día de mierda”.


martes, 11 de octubre de 2011

Tras las nubes

De nada servía preguntarse qué hubiera pasado si 25 años atrás hubiera abandonado el barco. Tomó una decisión y se echó a andar. Y anduvo tras largos faldones de seda, en cuanto baile de familia bien se presentara. Cargó la escopeta y apuntó a la nada. Sólo descubrió nubes. Una de ellas era tan esponjosa como el cabello de Elina y tan blanca como su piel. Furioso decidió dispararle. Pero tratar de deshacerla era tan inútil como preguntarse qué hubiera pasado si no abordaba el navío.

Elina ya no tiene el cabello esponjoso. Tampoco la piel suave. Sólo se mece mirando el cielo, imaginando que las nubes son las velas de la embarcación que lo trae de vuelta.

miércoles, 20 de julio de 2011

Felicidades

Amig@s antes de que termine el día paso a dejarles un feliz día del amig@. Ojalá lo hayan pasado bien. Quienes me conocen saben que no soy de festejarlo como el comercio manda, pero sí de celebrarlo como los sentimientos dicen. Salu2.

viernes, 1 de julio de 2011

La hora indicada

"No entiendo lo que quisiste decir" sentenció su editor cuando ya estaba dispuesta a contar los billetes que le quedaban en el bolsillo, para tomar un taxi que la llevara hasta su casa. La frase le produjo un sentimiento indescriptible. Quizás porque no estaba prestando toda la atención que tanto el texto como el hombre le requerían.
Su mente estaba confusa. Su nariz congestionada y su cuerpo a punto de entrar en ebullición. Quizás por cansancio. Por hartazgo. Por disconformidad. No le importó el "no entiendo", ni la voz del hombre que releyendo continuaba con la idea de descifrar el escrito.
Vio que el dinero no le alcanzaba para pagar el viaje. Entonces, pensó que podía descontar algunas cuadras caminando, ya que era capaz de calcular desde qué esquina el reloj pondría en movimiento los números hasta llegar a los 7,30 pesos que tenía. Ni un centavo más ni uno menos. Los números justos. Los mismos que cada mañana se reflejaban en su cara cuando sonaba la alarma de su despertador digital.
Ya había caminado más de 7 cuadras, cuando notó que había olvidado registrar su salida de la empresa. Regresó unos pasos. Treinta. El frío había desatado en ella unas ganas terribles de tomar chocolate caliente. Olvidó el viaje en taxi y entró al café.
Por un instante, pensó en aquel "no entiendo" de su editor. Apoyó sus manos cubiertas hasta la mitad por unos mitones sin dedos que alguna vez se había tejido y disfrutó del primer sorbo. Miró a su alrededor y vio cómo las bocas humeantes ingresaban parloteando. Se recostó sobre la silla y miró su reflejo en el vidrio. Saco beige de lana gruesa. Boina beige de lana fina. Los mitones, color crema, y la bufanda igual, crema y gruesa.
Un golpe de nudillos contra el ventanal le desenfocó su propia imagen. "No sólo no me escuchaste, sino que te fuiste sin explicarme qué quisiste decir". Otra vez el sentimiento indescriptible la hacía tambalear, mientras su jefe sacaba de su maletín un impreso y leía en voz alta: "No es esto lo que me merezco. Gastaré hasta mi último centavo y no volveré más". "Qué clase de broma es esta -agregó el hombre- debiste entregarme el trabajo a las 7.30".
La ebullición estaba en su punto justo. Metió su mano en el bolsillo del saco beige, tomó los 7 pesos y los puso bajo la copa de chocolate vacía. Hurgó hasta encontrar las tres monedas de 10 centavos las arrastró con sus dedos hasta su palma. Las puso una encima de otra y las dejó sobre la mesa.
Volvió a prestarle atención a su imagen reflejada en el vidrio. Se abrigó hasta la nariz y salió sin decir nada. Caminó hasta su casa. Al llegar encendió todas las luces y arrancó con fuerza el enchufe del despertador. El mediodía la sorprendió con un reflejo de sol sobre sus ojos. Pensó que el rojo de las flores de la pequeña maceta de su vecino sería el tono ideal para un nuevo abrigo.

(La imagen es del artista español Ernest Descals)

jueves, 23 de junio de 2011

La escondida

Dónde podría haberse ocultado durante una noche tan fría. El departamento de su hermana podría haber sido perfecto. Estaba de viaje y sabía que nadie notaría la ausencia de la copia de llaves que guardaba su madre. Adriana no era capaz de encender un electrodoméstico que tuviera más de una luz indicadora, por lo tanto nunca hubiera tenido una computadora. Sí, el departamento de Adriana era el lugar perfecto para que la mente infantil y el cuerpo adulto de Morena se escondieran.

Ni un sólo mensaje. Ni una sola ironía. Ni un indicio de abulia cibernética. Ni una señal para sus amigos. Menos para sus seguidores. Quizás se escabulló entre las sábanas y se cubrió tanto, harta ya de teclear, que nadie pudo notarla en su propia habitación. Porque no estaba en la sala de ensayos. Ni en el bar. Ni el local de comida chatarra.

Nadie la vio durante esa noche tan fría. ¿Dónde podría haberse ocultado? Detrás de un seudónimo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Pertenecer

Porque venía sintiéndose furiosa, había decidido ocupar su tiempo, o mejor dicho su mente, en otras cosas. Nada debía importarle a ella lo que insinuaran, pensaran, afirmaran o sentenciaran sobre los demás o incluso sobre ella misma. Sin embargo se involucraba. Y se sentía afectada. Extenuada.
Y si bien comenzó a cumplir con las pequeñas metas que se fijaba, no lograba relajar sus hombros. No podía acomodarse. No encontraba el lugar exacto en el que la tranquilidad durara más de un par de horas. Entonces notó que necesitaba involucrarse en lo que insinuaban, pensaban, afirmaban o sentenciaban los demás.

domingo, 30 de enero de 2011

Años más, años menos. Confesiones cuarentonas

¿Por qué me agrego años en vez de quitármelos, como suelen, según dicen, hacer las mujeres y, hoy en día, unos cuantos hombres?
Con una convicción absoluta, hace casi un año que digo que tengo 42, cuando, como ya les dije estoy a unos pasos de cumplirlos. A las amigas. A las compañeras del gimnasio. A las vecinas. A la secretaria del médico, etc., etc., etc. Y después que lo hago caigo en la cuenta de que no es así. Pero no doy marcha atrás, excepto con el médico, como si algo malo fuera a suceder en mi cuerpo porque he cambiado un 1 por un 2.
El tema es que no me dan ganas de esforzarme en la explicación de por qué me sumo años en lugar de quitármelos. Y, además, porque no estoy segura de cuál sea la respuesta indicada.
La primera idea que se me cruza es porque soy una despistada. Aunque si no quiero aceptarme como tal, podría decir que en realidad ya viví los 41 y ahora estoy viviendo los 42.
Pero siempre hay una tercera opción y la busco. Me remito a la fecha de nacimiento. A la vida de mi madre cuando me llevaba en su vientre. A la escuela primaria. A lo que se me cruce por la cabeza. Y entonces, ¡bingo! recordé una frase que me dijo una vez el actor y humorista Carlitos Perciavalle (http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Perciavalle
"Nena, vos siempre tenés que decir que tenés dos o tres años más. Entonces todos, pero todos de verdad, van a pensar que estás regia". Esas palabras entre las tazas de café y grabador de periodista parecían la fórmula secreta de la eterna juventud. Aunque ambos sabíamos que no era así.
En ese momento el comentario me pareció ingenioso. Carlos se fue al teatro y yo volví a mi vida. Sin embargo, mi disco rígido almacenó información que sabía en algún momento podría ser de utilidad. Y con el tiempo, parece que mi inconsciente sacó sus propias conclusiones.
Encontré tres opciones. La de Carlitos me parece la mejor para responder por qué me sumo años en lugar de restar. Y si no, soy carne de diván. Y si sí, también.

sábado, 29 de enero de 2011

De regreso

"Yo soy lo que soy, no tengo que dar excusas por eso. A nadie hago mal, el sol sale igual para mí y para ellos". A punto de cumplir 42 he hecho de esta frase algo especial. Ya no me importa lo que no me tiene que importar y no tengo idea de lo que vendrá. Pero sí de lo que quiero.
A punto de cumplir 42 he asumido que no puedo hacer más para combatir la celulitis que lo que ya hago. Que si me esfuerzo una hora por día -o cada dos días- en un gimnasio es porque quiero vivir una vida más placentera junto a los seres que amo. Que si no fumo es porque me propuse una meta y fui fuerte para cumplirla. Que sí puedo sentirme rara cuando alguien me critica por pensar distinto, pero eso no me hace cambiar mis ideales.
A punto de cumplir 42 años estoy desempleada. Y a veces pienso en volver al ruedo de inmediato, antes de que la década se esfume. Otras me refugio en los placeres de ama de casa que desespera por querer abarcar todo de una sola vez.
A veces me siento grande para conservar la paciencia y a veces muy niña para permitirme perderla con facilidad.
A punto de cumplir 42 años me doy el gusto de amar y ser amada, bailar, reír, cantar, gritar, llorar. Leer y ser leída. Analizar y ser analizada. Me he permitido detestarme y quererme. Pero nunca he querido operarme nada. Ni la nariz, ni las lolas, ni los pliegues de la panza que aparecieron por un tiempo después del parto.
A punto de cumplir 42 años no temo decir que soy gruñona, que muchas veces meto la nariz donde no debo, que me pongo a la par de una adolescente para discutir lo indiscutible, que veo Gran Hermano cuando se me antoja, que el cine iraní no es mi fuerte y que puedo analizar el conflicto político y social actual mientras miro de reojo los programas de chimentos.
A punto de cumplir mis 42 años le hice caso a la frase "paren el mundo que me quiero bajar". Fui yo quien lo detuvo. Busqué cada uno de sus rincones para observarlo y observarme en él. Y sin todas las respuestas volví a subirme.
Tengo una sola vida. Un hijo. Un hombre que me ama. Una familia que siempre está. Una perra que me da más de lo que una puede imaginar. También tengo preocupaciones y problemas. Pero también dos manos, dos brazos, dos piernas. Y la infinita capacidad para dar gracias a la vida.
A punto de cumplir mis 42 años asumo que "yo soy lo que soy, no tengo que dar excusas por eso". Que ya no importa para quién soy inteligente y para quién no. Que escribo porque me gusta y no dejaré de hacerlo porque a alguien no le guste. Que todo lo que muestro es lo que hay y lo que dejaré para siempre. Y que tal vez este es el momento de volver a empezar las historias.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Una vez más

He decidido posar mis dedos sobre las teclas una vez más, quizás extrañando esa idea que llega rápida a la mente para darle forma a una de las tantas historias que le han dado vida a este blog . Ellas siempre están rondando por ahí, a la espera del tiempo en que decida transmitirlas.
Mientras me tomo estos minutos para desearles lo mejor para el 2011 y lo hago impulsada por esos saludos que me llegan de mis amigas y amigos virtuales, quienes también se animan a volcar en un blog sus pensamientos, sus ideas, sus creaciones.
Desde que escribo Historias de Mujeres he leído a escritoras y escritores maravillosos. Algunos han logrado colocar sus nombres en un ejemplar impreso, otros quizás lo hagan algún día. A todos gracias por estar presente aunque yo me ausente de Historias de Mujeres de tanto en tanto.
Y gracias a todas las mujeres que me envían y me han enviado sus comentarios y me han confiado sus vivencias para que yo las transforme en relatos cortos. Me da mucho placer que sigan allí. Y por ello les mando saludos enormes. Muchas gracias a las que me alentaron y también a las que me criticaron. Todas forman parte de mi historia.
Felices fiestas!

viernes, 29 de octubre de 2010

Un recuerdo dormido

El simple hecho de respirar aire fresco le hacía pensar que la mañana sería diferente. La noche la había llevado de sobresalto en sobresalto tras sueños inesperados.
Por años había tratado de espantar el fantasma que de vez en cuando volvía a irrumpir en sus pensamientos. A veces llegaba solo. Sin aviso. Otras era arrastrado por quienes intentaban mantenerlo cerca.
Y si bien había aprendido a convivir con él, la noche había querido envolverla en un recuerdo dormido, simplemente con la intención de molestarla. Y aunque ella sabía que no podía borrarlo y menos aún negarlo, sí se sabía capaz de aquietarlo.
Esa mañana estaba dispuesta a sacar de su mente la imagen de aquella mujer luminosa que la envolvía en elogios para luego arrancarle, sin tapujos, en menos de un suspiro, parte de sus ilusiones. No la quería en sus sueños. Menos aún durante el día. No la quería.
De nada le importaba que la hubiera tratado como a una hija o como a una madre o como a una hermana. Estaba dispuesta a negarle la entrada a su mente.
Lo más sencillo hubiera sido cerrar los ojos y dejarse llevar por los aromas húmedos que el jardín le arrojaba. O lanzarse sobre la computadora en busca de alguna tarea mecánica. Pero su mente no quería apartarse del fantasma que durante la noche la había visitado en sueños.
Arrebatada tomó el teléfono y marcó sin pensarlo. Escuchó la voz -que no parecía para nada provenir del más allá- decirle hola. Pensó en colgar pero ya no tuvo tiempo. Sólo tenía que decir lo que había tenido en su cabeza todo el tiempo. “No te quiero en mis sueños y menos aún en mis mañanas. No te quiero”.
Sin embargo sintió que sus labios la traicionaron con un “te quiero”. Los hombros se le aflojaron y el sollozo la tomó por sorpresa. El fantasma tomaba forma y hablaba: “Tranquila hermana. Llorá tranquila. Ya tendremos tiempo para hablar”.

domingo, 10 de octubre de 2010

En confluencia

Cada una de aquellas noches, en las que sumaban minutos eternos tratando de encontrarse a sí mismas, o al menos percibir una señal que les indicase cómo liberarse de tantas ataduras y pensamientos innecesarios, ninguna de ellas sabía que confluirían en una misma historia.
Amanda solía pasar horas frente al televisor encendido sin mirarlo, recibiendo uno que otro destello sobre su rostro agotado. Elena acostumbraba recostarse en un sofá y notar una difusa imagen del techo, que parecía estar cubierto por una nube de pensamientos. Y Clara pensaba, a oscuras, sola, en medio del silencio.
Si bien vivían en el mismo edificio nunca se habían cruzado. Los once pisos, dos escaleras y cuatro ascensores no habían provocado el encuentro. Aunque, siempre, las tres llegaban casi a la misma hora. Y cuando la noche comenzaba a asomarse, Amanda sabía que de un momento a otro su marido haría girar la llave de la cochera. Elena no esperaba a nadie y Clara pensaba en cómo sostener a su pequeña hija tras la partida de su padre.
Tres mujeres solas, por momentos. Lejanas, aunque cercanas, no sabían que formarían parte de una misma historia, cuando el sonido ensordecedor las sacaba del letargo interior que las invadía hacia el final del día.
No sabían que tras el estruendo llegarían las sirenas. No sabían que las grietas en zigzag se devorarían la energía. Ni que serían parte de un mar de escombros tras la implosión.
No sabían que sus pensamientos serían arrebatados por la furia de la tierra. Ya no habría ni pisos, ni escaleras, ni ascensores que impidieran el encuentro.
Amanda abría los ojos recordando el rostro ensangrentado de Elena sacándola a la superficie, mientras Clara aterrada apretaba a su niña envuelta con las mantas de la Cruz Roja. La intemperie las reunía y unía sus pensamientos en un solo rezo por la vida.

(Imagen David Piugalli)

Sólo un pensamiento

Me sorprende notar cuántas mujeres que conozco se ven iguales con el paso de los años. Pero no hablo del aspecto físico, ya que eso, hoy en día, es bastante fácil de mantener si se cuenta con algún dinerillo y tiempo. Lo que noto es que piensan igual, hablan igual y actúan igual que hace décadas. Y comienzo a preguntarme por qué le presto atención a eso. Entonces, encuentro el punto. Ellas están iguales, sólo que yo he cambiado.

jueves, 19 de agosto de 2010

Sumergida

Despertó con la sensación de haber estado sumergida en agua tibia. Cómoda. Sin notar el paso del tiempo. Pero un impulso la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento.

Habían pasado diez horas desde que se recostó sólo pensando en descansar las piernas. La noche la tomó por sorpresa y sus invitados no tardarían más de dos horas en tocar a su puerta.

No iba a ponerse a pensar por qué había dormido tanto. Cuando eso le pasaba recordaba lo que le había dicho su psiquiatra (al que luego apreció como a un amigo, de esos a los que se ven poco pero se atesoran mucho), "cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso".

Pensó en llamar a los cinco futuros comensales y suspender la cena. Empezó a recorrer la casa sin rumbo, sin saber qué decisión tomar o por dónde empezar. Hacía tiempo que no veía a sus amigos y sintió que estaba a punto de echar a perder lo que planeaban que fuera una excelente velada. Sintió un ardor casi agrio que la recorría desde la nuca hasta la cintura.

No podía llamarlos. No quería quedar mal. Jamás les había fallado y sentía que si lo hacía se ganaría la incomprensión de cada integrante de ese grupo al que había logrado pertenecer, a duras penas, desde hacía cinco años.

Sentía que sería juzgada, criticada y hasta abandonada. La desesperación comenzaba a atraparla. Tal como lo hacía cada vez que sus temores ocultos se asomaban. Tomó el teléfono para hablar con su terapeuta antes de entrar en crisis. El contestador automático respondía con la siguiente frase: “Cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso. Por eso hoy, espero me disculpen, no atenderé durante unas horas”.

Entonces decidió sumergirse en agua tibia. Cómoda. Sin pensar en el paso del tiempo. Tal vez eso la relajaría. Pero algo la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento. Los golpes en la puerta de entrada eran tan fuertes que podrían haberla derribado. Envolviéndose en la bata de baño trató de llegar lo más rápido posible. Se asomó por la mirilla y vio lo inevitable: habían llegado, con sonrisas rebosantes y demasiada algarabía. Mientras tomaba las llaves pensó en acurrucarse detrás de la puerta, sin respirar, hasta que se fueran. Pero pensó que seguro insistirán. Llamarían a algún vecino. Harían sonar el teléfono.

Giró la llave dentro de la cerradura. Dos veces. Con decisión. Los miró sin verlos y soltó ya sin temores: “Me he quedado sumergida en el agua tibia, sin notar el paso del tiempo. Tenemos dos opciones: delivery o el bar de la esquina”. Casi al unísono, soltaron “delivery” como respuesta.

Dejó a sus amigos a cargo del pedido. Entró a su habitación arrojando la bata en un rincón, de la misma forma en que había arrojado minutos antes el traje de todopoderosa. Nunca se había sentido tan relajada. Ni siquiera cuando estuvo sumergida en agua tibia.

lunes, 7 de junio de 2010

Esta es parte de mi historia y quería dejarla en el blog

¿Cuando salís de los medios no sos nadie?

Pensando en el Día del Periodista, recordé aquellas aulas de la facultad en las que, a principios de los noventa, no éramos más que treinta alumnos tratando de alcanzar el título de Licenciado en Comunicación Social, hoy ocupadas por cientos de jóvenes en busca de la misma meta. Y detrás de ella, el paso siguiente: la inserción en los medios. Tuve la suerte de que esa etapa llegara más rápido de lo que había previsto. Ya instalada en busca de la ruta que me indicara el rumbo, muchas veces escuché decir a algunos viejos colegas “en esta profesión no te la tenés que creer, porque cuando salís de los medios no sos nadie”.
Durante años estuve convencida de que así era. Tal vez porque cuando alguien se iba o “lo iban”, le costaba mucho reinsertarse en el ambiente, o ya no le prestaban tanta atención. El mejor ejemplo de ello saltaba cuando hacían un llamado para contactar a alguien, y sin poder anunciarse como "fulana o mengano del medio tal" no obtenían respuestas. Entonces, aferrándose a la profesión, intentaban permanecer como fuera.
Con el tiempo, fui yo la que decidió salir del circuito. En un principio dejé de “pertenecer” al periodismo mendocino. Luego me sumé al chubutense. Pero eso sólo duró unos meses. El por qué de mi alejamiento tuvo motivos especiales, que muchos conocen a la perfección y otros no tanto, o simplemente escucharon lo que algunos querían contar.
El punto es que estaba cerrando puertas y con ello dejaba de buscar espacios, de escribir, de compartir, de competir, de criticar y ser criticada, de producir. Había elegido. Estaba afuera.
Alguien alguna vez me dijo “se te extraña”, pero seguramente fue por poco tiempo. Los puestos se ocupan rápidamente para hacer frente a la inmediatez de la información. Extrañé el movimiento mucho después, cuando me di cuenta de que mis dedos habían dejado de teclear por más de un año. Para ese entonces ya me había transformado en un fantasma de la profesión, como otras y otros tantos a los que en algún momento yo había recordado como tales.
Y de vez en cuando pensaba en la frase “cuando te vas de los medios no sos nadie”. Sin embargo, el tiempo, la lejanía y el crecimiento me dieron la posibilidad de analizarla y de saber qué tan bien o mal había elegido o qué tanto me había equivocado o acertado.
También pude, al desmenuzar cada una de aquellas palabras, descubrir a los que hicieron de todo por volver, para evitar que el olvido se los comiera, y a los que no podían vivir sin ser periodistas, porque el ejercicio de la profesión era la única forma de vida que conocían. Y pude ver cómo algunos no volvieron a pisar una redacción o un estudio, porque así lo quisieron o porque la jubilación los empujó hacia afuera, aunque aún tuvieran ganas. Y les aseguro que al cruzármelos encuentro en cada uno de ellos más que aquella afirmación “no sos nadie”.
Detrás de un simple saludo puedo ver sus enseñanzas, sus errores y aciertos, sus anécdotas, sus amores y odios, sus ideales, sus valores, sus percepciones, sus agradecimientos y resentimientos, sus críticas y consejos, su terquedad o su razonamiento, su simpleza o su egocentrismo y por sobre todas las cosas sus historias.
En algunos encuentro cansancio y decepción. En otros, empuje. Y quizás me sorprenden los que a mitad de camino cambiaron de carrera, felices de trabajar ocho horas diarias, de tener franco los sábados y domingos, y tiempo para los hijos, porque los había imaginado aferrados al periodismo, así como lo planeábamos en el buffet de la facultad en medio del humo, el bullicio y los proyectos. Por momentos recuerdo a los que hicieron huella en la docencia sin haber participado jamás del ritual de las guardias o la espera en busca de datos; esos que comunicaron sin haber sido parte de los medios.
Y entre tanto análisis aquella frase que decían algunos viejos colegas –“cuando salís de los medios no sos nadie”- va a parar al basurero. Siempre somos alguien. Incluso considero que los que decidimos y optamos por el periodismo siempre seremos periodistas, aunque estemos lejos del ambiente. Y mientras pensamos si algún día querremos volver, seguimos viendo realidades que -sabemos- serán noticias. Seguimos buscando verdades. Seguimos queriendo saber más. Aunque quizás desde otra óptica, sin el apuro del cierre o de la transmisión en vivo.
Y tal vez con menos objetividad o imparcialidad leemos los diarios en casa, escuchamos la radio y vemos los noticieros, transformados en lectores o espectadores de nuestros colegas, porque así los vemos, como pares, aunque estemos afuera de la cancha o haciendo tiempo en el banco de suplentes. Y desde ese lugar los vemos crecer o quedarse, fortalecerse o debilitarse, mantener su esencia o corromperse.
Y sin pertenecer participamos, comentamos, avisamos. Vivimos los grandes y pequeños acontecimientos con el ojo atento. Sin importar dónde o cómo estemos o hasta dónde lleguemos. Sin olvidar lo que logramos y sabiendo que algunos serán mejores. Algunos más honestos. Algunos más competitivos. Algunos catalogados de ilustrados y otros de mediocres. Algunos más criticados y otros más elogiados. Algunos más respetados. Algunos más sensibles y otros más curtidos. Algunos recordados y otros olvidados. Pero todos, los que están, los que se fueron o los que quedaron afuera, mientras amen esta profesión y hayan sentido la necesidad de saber para transmitir, sin miedo, de frente y con dignidad, siempre serán periodistas.
A todos ellos, felicidades. Y en especial a los que llevan al periodista puesto aunque cambien de lugar, de puesto o de historia.

sábado, 5 de junio de 2010

La niña de las sandalias rojas

Rita cerró los ojos tratando de concentrarse. Sólo necesitaba un segundo para acomodar sus pensamientos. Ya le había sucedido antes. La mente quedaba en blanco y no recordaba hacía dónde se dirigía.
Tenía una técnica que la ayudaba a salir del nubarrón. El primer paso era volver al punto de partida. Recorrer nuevamente el camino. El segundo, que usaba sólo si fallaba el previo, era bajar sus párpados y respirar profundo. Dejarse llevar.
Esa mañana, sin resultados inmediatos, pasó a la fase dos. En medio de la silenciosa oscuridad ocular, apareció la imagen de una niñita atractiva, llamativa. Enfocó mejor y percibió los colores. El verde manzana predominaba en la falda larga y acampanada, atravesada por tres franjas negras horizontales, adornadas con rombos bordados en terracota.
El blanco de la blusa contrastaba con los tostados hombros descubiertos, sobre los que descansaban -como resortes a punto de saltar- los prolijos bucles negros. Rita posó un instante su mente en los ojos marrones de la niña, sabiendo que una tropical y anaranjada flor la atraparía.
La imagen estaba tan clara en su mente, que Rita no necesitó volver a recorrerla para asegurarse de que la pequeña estaba usando sandalias rojas. Supo a quién estaba viendo y hacia dónde apuntaba ese recuerdo.
Inspiró y exhaló con fuerza antes de abrir los ojos. Cuando lo hizo estuvo segura de que en su diminuto viaje hacia la calma, el pasado le recordó lo que buscaba. Un poco de libertad infantil atesorada, antes de salir a la jungla urbana que la teñía de gris.

viernes, 21 de mayo de 2010

Siete días cada tres meses

La escalera mecánica llevaba a Lourdes siempre al mismo lugar, la puerta de embarque hacia el próximo vuelo con destino a Francia. Al pie quedaba Ernesto, algo acostumbrado a pasar una semana sacando comida del freezer y esperando que alguno de sus hijos tuviera algunas horas libres para regalarle. Le habían advertido que no lo visitarían mientras ella estuviera en la casa.
Si bien él sentía que había quedado opacado tras su escritorio en el Banco de la ciudad, estaba orgulloso de su puesto jerárquico y de que su actual y joven mujer hubiera logrado construir de la nada la empresa que le daba forma a su creatividad. La imaginaba mezclando colores y texturas, que luego vestirían los cuerpos esculpidos de aquellas afroditas conquistadoras de pasarelas y gigantografías publicitarias, y olvidaba por completo cuántas veces había pensado que ella se cansaría de sus gustos y costumbres. De sus sesenta y pico de años y de sus rebeldes canas.
Y cada noche de ausencia se planteaba qué eran siete días en su vida, cada tres meses, si Lourdes le había devuelto la sensación de estar flotando entre nubes. La extrañaba, claro, pero eso la hacía amarla más.
La sexta mañana sin su joven y actual mujer que había logrado construir de la nada un imperio, lo despertaba de un salto tras los golpes en la puerta de entrada. Pensó que Lourdes había planeado sorprenderlo y sabiendo que nunca se llevaba las llaves corrió a su encuentro.
El paquete con medias lunas calientes apareció antes que la silueta de su hija mayor sin darle tiempo a entender la escena.
-¿Qué sucede? Es demasiado temprano. ¿Ha pasado algo?
-Nada. Sólo quería verte. Y aprovecho que no hay Moros en la costa.
-¿A esta hora?
-¿Qué hay de malo? Llego justo para desayunar.
Mientras el aroma del café molido inundaba la cocina la hija dejaba escapar frases a borbotones.
- ¿Papá te dije que empecé a tomar clases de tango?
-No y no te imaginaba haciéndolo.
-Yo tampoco. Pero es como una terapia. Me distraigo. Conozco gente y escucho historias.
-Que seguramente vienen de unos cuantos viejitos aburridos…
-Pará ¡No seas prejuicioso! El tango no es sólo para viejitos.
-Entonces serán historias de jóvenes presumidos intentando perfeccionarse.
-Algunas sí. Otras no tanto. Hoy, por ejemplo, he escuchado a dos mujeres alborotadas por la actitud de una amiga, que habiéndose tomado un vuelo a Méjico ha engañado a su marido diciéndole que iba a Francia, a comprar materiales para su empresa. E incluso se había dado el gusto de enviarles por mail una foto que se tomó en la playa con su amante.
La mañana número siete lo sorprendió a Ernesto algo ensombrecido. Lourdes abrió la puerta y entró revoleando sus zapatos y quejándose del cansancio. Fue hasta la habitación y se lanzó sobre la cama con una bolsa llena de regalos. Él miró a su mujer actual y joven y volvió a pensar en todo lo que había logrado de la nada.

sábado, 15 de mayo de 2010

La oscuridad de Clara

“Todo lo que no me mata me hace más fuerte” era la frase que solía repetir Clara cada vez que repasaba su rutinaria lista de lamentos. Y hasta le sonaba creíble cuando podía sentir cómo sus labios dibujaban la sonrisa tras la que ocultaba sus quejas, a veces pequeñas, otras inmensas.
Nadie podría haber pensado, jamás, lo aturdida que estaba. Lo cansada que se sentía y lo lejos que se encontraba de apoderarse de la fortaleza soñada. Nadie hubiera sospechado que detrás de su agilidad la taquicardia la roía. Menos aun, que el insomnio le arrebataba sus sueños.
Hasta que sus uñas comenzaron a quebrarse. Su pelo a debilitarse. Sus ojeras a marcarse. Sus piernas a aflojarse y su cabeza a afiebrarse. Entonces las quejas fueron ajenas. Clara ya no respondía como antes. Ya no rendía. Ya no reía. Su personaje de heroína perdía poderes y la dejaba al descubierto.
La frase que tantas veces había dicho ya no le servía. Había perdido la confianza en sí misma y estaba a punto de declararse vencida, incomprendida, insana. El plato de lo malo superaba el peso de lo bueno en la balanza. Sintió que era el momento de buscar atajos, salidas, opciones o, simplemente, el de sentir el peso de la guillotina sobre su espíritu aguerrido.
Tomó una decisión. Recostándose en el sillón del médico psiquiatra dijo: “he venido para recuperar mi frase de cabecera”.