jueves, 23 de diciembre de 2010

Una vez más

He decidido posar mis dedos sobre las teclas una vez más, quizás extrañando esa idea que llega rápida a la mente para darle forma a una de las tantas historias que le han dado vida a este blog . Ellas siempre están rondando por ahí, a la espera del tiempo en que decida transmitirlas.
Mientras me tomo estos minutos para desearles lo mejor para el 2011 y lo hago impulsada por esos saludos que me llegan de mis amigas y amigos virtuales, quienes también se animan a volcar en un blog sus pensamientos, sus ideas, sus creaciones.
Desde que escribo Historias de Mujeres he leído a escritoras y escritores maravillosos. Algunos han logrado colocar sus nombres en un ejemplar impreso, otros quizás lo hagan algún día. A todos gracias por estar presente aunque yo me ausente de Historias de Mujeres de tanto en tanto.
Y gracias a todas las mujeres que me envían y me han enviado sus comentarios y me han confiado sus vivencias para que yo las transforme en relatos cortos. Me da mucho placer que sigan allí. Y por ello les mando saludos enormes. Muchas gracias a las que me alentaron y también a las que me criticaron. Todas forman parte de mi historia.
Felices fiestas!

viernes, 29 de octubre de 2010

Un recuerdo dormido

El simple hecho de respirar aire fresco le hacía pensar que la mañana sería diferente. La noche la había llevado de sobresalto en sobresalto tras sueños inesperados.
Por años había tratado de espantar el fantasma que de vez en cuando volvía a irrumpir en sus pensamientos. A veces llegaba solo. Sin aviso. Otras era arrastrado por quienes intentaban mantenerlo cerca.
Y si bien había aprendido a convivir con él, la noche había querido envolverla en un recuerdo dormido, simplemente con la intención de molestarla. Y aunque ella sabía que no podía borrarlo y menos aún negarlo, sí se sabía capaz de aquietarlo.
Esa mañana estaba dispuesta a sacar de su mente la imagen de aquella mujer luminosa que la envolvía en elogios para luego arrancarle, sin tapujos, en menos de un suspiro, parte de sus ilusiones. No la quería en sus sueños. Menos aún durante el día. No la quería.
De nada le importaba que la hubiera tratado como a una hija o como a una madre o como a una hermana. Estaba dispuesta a negarle la entrada a su mente.
Lo más sencillo hubiera sido cerrar los ojos y dejarse llevar por los aromas húmedos que el jardín le arrojaba. O lanzarse sobre la computadora en busca de alguna tarea mecánica. Pero su mente no quería apartarse del fantasma que durante la noche la había visitado en sueños.
Arrebatada tomó el teléfono y marcó sin pensarlo. Escuchó la voz -que no parecía para nada provenir del más allá- decirle hola. Pensó en colgar pero ya no tuvo tiempo. Sólo tenía que decir lo que había tenido en su cabeza todo el tiempo. “No te quiero en mis sueños y menos aún en mis mañanas. No te quiero”.
Sin embargo sintió que sus labios la traicionaron con un “te quiero”. Los hombros se le aflojaron y el sollozo la tomó por sorpresa. El fantasma tomaba forma y hablaba: “Tranquila hermana. Llorá tranquila. Ya tendremos tiempo para hablar”.

domingo, 10 de octubre de 2010

En confluencia

Cada una de aquellas noches, en las que sumaban minutos eternos tratando de encontrarse a sí mismas, o al menos percibir una señal que les indicase cómo liberarse de tantas ataduras y pensamientos innecesarios, ninguna de ellas sabía que confluirían en una misma historia.
Amanda solía pasar horas frente al televisor encendido sin mirarlo, recibiendo uno que otro destello sobre su rostro agotado. Elena acostumbraba recostarse en un sofá y notar una difusa imagen del techo, que parecía estar cubierto por una nube de pensamientos. Y Clara pensaba, a oscuras, sola, en medio del silencio.
Si bien vivían en el mismo edificio nunca se habían cruzado. Los once pisos, dos escaleras y cuatro ascensores no habían provocado el encuentro. Aunque, siempre, las tres llegaban casi a la misma hora. Y cuando la noche comenzaba a asomarse, Amanda sabía que de un momento a otro su marido haría girar la llave de la cochera. Elena no esperaba a nadie y Clara pensaba en cómo sostener a su pequeña hija tras la partida de su padre.
Tres mujeres solas, por momentos. Lejanas, aunque cercanas, no sabían que formarían parte de una misma historia, cuando el sonido ensordecedor las sacaba del letargo interior que las invadía hacia el final del día.
No sabían que tras el estruendo llegarían las sirenas. No sabían que las grietas en zigzag se devorarían la energía. Ni que serían parte de un mar de escombros tras la implosión.
No sabían que sus pensamientos serían arrebatados por la furia de la tierra. Ya no habría ni pisos, ni escaleras, ni ascensores que impidieran el encuentro.
Amanda abría los ojos recordando el rostro ensangrentado de Elena sacándola a la superficie, mientras Clara aterrada apretaba a su niña envuelta con las mantas de la Cruz Roja. La intemperie las reunía y unía sus pensamientos en un solo rezo por la vida.

(Imagen David Piugalli)

Sólo un pensamiento

Me sorprende notar cuántas mujeres que conozco se ven iguales con el paso de los años. Pero no hablo del aspecto físico, ya que eso, hoy en día, es bastante fácil de mantener si se cuenta con algún dinerillo y tiempo. Lo que noto es que piensan igual, hablan igual y actúan igual que hace décadas. Y comienzo a preguntarme por qué le presto atención a eso. Entonces, encuentro el punto. Ellas están iguales, sólo que yo he cambiado.

jueves, 19 de agosto de 2010

Sumergida

Despertó con la sensación de haber estado sumergida en agua tibia. Cómoda. Sin notar el paso del tiempo. Pero un impulso la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento.

Habían pasado diez horas desde que se recostó sólo pensando en descansar las piernas. La noche la tomó por sorpresa y sus invitados no tardarían más de dos horas en tocar a su puerta.

No iba a ponerse a pensar por qué había dormido tanto. Cuando eso le pasaba recordaba lo que le había dicho su psiquiatra (al que luego apreció como a un amigo, de esos a los que se ven poco pero se atesoran mucho), "cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso".

Pensó en llamar a los cinco futuros comensales y suspender la cena. Empezó a recorrer la casa sin rumbo, sin saber qué decisión tomar o por dónde empezar. Hacía tiempo que no veía a sus amigos y sintió que estaba a punto de echar a perder lo que planeaban que fuera una excelente velada. Sintió un ardor casi agrio que la recorría desde la nuca hasta la cintura.

No podía llamarlos. No quería quedar mal. Jamás les había fallado y sentía que si lo hacía se ganaría la incomprensión de cada integrante de ese grupo al que había logrado pertenecer, a duras penas, desde hacía cinco años.

Sentía que sería juzgada, criticada y hasta abandonada. La desesperación comenzaba a atraparla. Tal como lo hacía cada vez que sus temores ocultos se asomaban. Tomó el teléfono para hablar con su terapeuta antes de entrar en crisis. El contestador automático respondía con la siguiente frase: “Cuando el cuerpo habla hay que hacerle caso. Por eso hoy, espero me disculpen, no atenderé durante unas horas”.

Entonces decidió sumergirse en agua tibia. Cómoda. Sin pensar en el paso del tiempo. Tal vez eso la relajaría. Pero algo la obligó a incorporarse y a ponerse en movimiento. Los golpes en la puerta de entrada eran tan fuertes que podrían haberla derribado. Envolviéndose en la bata de baño trató de llegar lo más rápido posible. Se asomó por la mirilla y vio lo inevitable: habían llegado, con sonrisas rebosantes y demasiada algarabía. Mientras tomaba las llaves pensó en acurrucarse detrás de la puerta, sin respirar, hasta que se fueran. Pero pensó que seguro insistirán. Llamarían a algún vecino. Harían sonar el teléfono.

Giró la llave dentro de la cerradura. Dos veces. Con decisión. Los miró sin verlos y soltó ya sin temores: “Me he quedado sumergida en el agua tibia, sin notar el paso del tiempo. Tenemos dos opciones: delivery o el bar de la esquina”. Casi al unísono, soltaron “delivery” como respuesta.

Dejó a sus amigos a cargo del pedido. Entró a su habitación arrojando la bata en un rincón, de la misma forma en que había arrojado minutos antes el traje de todopoderosa. Nunca se había sentido tan relajada. Ni siquiera cuando estuvo sumergida en agua tibia.

lunes, 7 de junio de 2010

Esta es parte de mi historia y quería dejarla en el blog

¿Cuando salís de los medios no sos nadie?

Pensando en el Día del Periodista, recordé aquellas aulas de la facultad en las que, a principios de los noventa, no éramos más que treinta alumnos tratando de alcanzar el título de Licenciado en Comunicación Social, hoy ocupadas por cientos de jóvenes en busca de la misma meta. Y detrás de ella, el paso siguiente: la inserción en los medios. Tuve la suerte de que esa etapa llegara más rápido de lo que había previsto. Ya instalada en busca de la ruta que me indicara el rumbo, muchas veces escuché decir a algunos viejos colegas “en esta profesión no te la tenés que creer, porque cuando salís de los medios no sos nadie”.
Durante años estuve convencida de que así era. Tal vez porque cuando alguien se iba o “lo iban”, le costaba mucho reinsertarse en el ambiente, o ya no le prestaban tanta atención. El mejor ejemplo de ello saltaba cuando hacían un llamado para contactar a alguien, y sin poder anunciarse como "fulana o mengano del medio tal" no obtenían respuestas. Entonces, aferrándose a la profesión, intentaban permanecer como fuera.
Con el tiempo, fui yo la que decidió salir del circuito. En un principio dejé de “pertenecer” al periodismo mendocino. Luego me sumé al chubutense. Pero eso sólo duró unos meses. El por qué de mi alejamiento tuvo motivos especiales, que muchos conocen a la perfección y otros no tanto, o simplemente escucharon lo que algunos querían contar.
El punto es que estaba cerrando puertas y con ello dejaba de buscar espacios, de escribir, de compartir, de competir, de criticar y ser criticada, de producir. Había elegido. Estaba afuera.
Alguien alguna vez me dijo “se te extraña”, pero seguramente fue por poco tiempo. Los puestos se ocupan rápidamente para hacer frente a la inmediatez de la información. Extrañé el movimiento mucho después, cuando me di cuenta de que mis dedos habían dejado de teclear por más de un año. Para ese entonces ya me había transformado en un fantasma de la profesión, como otras y otros tantos a los que en algún momento yo había recordado como tales.
Y de vez en cuando pensaba en la frase “cuando te vas de los medios no sos nadie”. Sin embargo, el tiempo, la lejanía y el crecimiento me dieron la posibilidad de analizarla y de saber qué tan bien o mal había elegido o qué tanto me había equivocado o acertado.
También pude, al desmenuzar cada una de aquellas palabras, descubrir a los que hicieron de todo por volver, para evitar que el olvido se los comiera, y a los que no podían vivir sin ser periodistas, porque el ejercicio de la profesión era la única forma de vida que conocían. Y pude ver cómo algunos no volvieron a pisar una redacción o un estudio, porque así lo quisieron o porque la jubilación los empujó hacia afuera, aunque aún tuvieran ganas. Y les aseguro que al cruzármelos encuentro en cada uno de ellos más que aquella afirmación “no sos nadie”.
Detrás de un simple saludo puedo ver sus enseñanzas, sus errores y aciertos, sus anécdotas, sus amores y odios, sus ideales, sus valores, sus percepciones, sus agradecimientos y resentimientos, sus críticas y consejos, su terquedad o su razonamiento, su simpleza o su egocentrismo y por sobre todas las cosas sus historias.
En algunos encuentro cansancio y decepción. En otros, empuje. Y quizás me sorprenden los que a mitad de camino cambiaron de carrera, felices de trabajar ocho horas diarias, de tener franco los sábados y domingos, y tiempo para los hijos, porque los había imaginado aferrados al periodismo, así como lo planeábamos en el buffet de la facultad en medio del humo, el bullicio y los proyectos. Por momentos recuerdo a los que hicieron huella en la docencia sin haber participado jamás del ritual de las guardias o la espera en busca de datos; esos que comunicaron sin haber sido parte de los medios.
Y entre tanto análisis aquella frase que decían algunos viejos colegas –“cuando salís de los medios no sos nadie”- va a parar al basurero. Siempre somos alguien. Incluso considero que los que decidimos y optamos por el periodismo siempre seremos periodistas, aunque estemos lejos del ambiente. Y mientras pensamos si algún día querremos volver, seguimos viendo realidades que -sabemos- serán noticias. Seguimos buscando verdades. Seguimos queriendo saber más. Aunque quizás desde otra óptica, sin el apuro del cierre o de la transmisión en vivo.
Y tal vez con menos objetividad o imparcialidad leemos los diarios en casa, escuchamos la radio y vemos los noticieros, transformados en lectores o espectadores de nuestros colegas, porque así los vemos, como pares, aunque estemos afuera de la cancha o haciendo tiempo en el banco de suplentes. Y desde ese lugar los vemos crecer o quedarse, fortalecerse o debilitarse, mantener su esencia o corromperse.
Y sin pertenecer participamos, comentamos, avisamos. Vivimos los grandes y pequeños acontecimientos con el ojo atento. Sin importar dónde o cómo estemos o hasta dónde lleguemos. Sin olvidar lo que logramos y sabiendo que algunos serán mejores. Algunos más honestos. Algunos más competitivos. Algunos catalogados de ilustrados y otros de mediocres. Algunos más criticados y otros más elogiados. Algunos más respetados. Algunos más sensibles y otros más curtidos. Algunos recordados y otros olvidados. Pero todos, los que están, los que se fueron o los que quedaron afuera, mientras amen esta profesión y hayan sentido la necesidad de saber para transmitir, sin miedo, de frente y con dignidad, siempre serán periodistas.
A todos ellos, felicidades. Y en especial a los que llevan al periodista puesto aunque cambien de lugar, de puesto o de historia.

sábado, 5 de junio de 2010

La niña de las sandalias rojas

Rita cerró los ojos tratando de concentrarse. Sólo necesitaba un segundo para acomodar sus pensamientos. Ya le había sucedido antes. La mente quedaba en blanco y no recordaba hacía dónde se dirigía.
Tenía una técnica que la ayudaba a salir del nubarrón. El primer paso era volver al punto de partida. Recorrer nuevamente el camino. El segundo, que usaba sólo si fallaba el previo, era bajar sus párpados y respirar profundo. Dejarse llevar.
Esa mañana, sin resultados inmediatos, pasó a la fase dos. En medio de la silenciosa oscuridad ocular, apareció la imagen de una niñita atractiva, llamativa. Enfocó mejor y percibió los colores. El verde manzana predominaba en la falda larga y acampanada, atravesada por tres franjas negras horizontales, adornadas con rombos bordados en terracota.
El blanco de la blusa contrastaba con los tostados hombros descubiertos, sobre los que descansaban -como resortes a punto de saltar- los prolijos bucles negros. Rita posó un instante su mente en los ojos marrones de la niña, sabiendo que una tropical y anaranjada flor la atraparía.
La imagen estaba tan clara en su mente, que Rita no necesitó volver a recorrerla para asegurarse de que la pequeña estaba usando sandalias rojas. Supo a quién estaba viendo y hacia dónde apuntaba ese recuerdo.
Inspiró y exhaló con fuerza antes de abrir los ojos. Cuando lo hizo estuvo segura de que en su diminuto viaje hacia la calma, el pasado le recordó lo que buscaba. Un poco de libertad infantil atesorada, antes de salir a la jungla urbana que la teñía de gris.

viernes, 21 de mayo de 2010

Siete días cada tres meses

La escalera mecánica llevaba a Lourdes siempre al mismo lugar, la puerta de embarque hacia el próximo vuelo con destino a Francia. Al pie quedaba Ernesto, algo acostumbrado a pasar una semana sacando comida del freezer y esperando que alguno de sus hijos tuviera algunas horas libres para regalarle. Le habían advertido que no lo visitarían mientras ella estuviera en la casa.
Si bien él sentía que había quedado opacado tras su escritorio en el Banco de la ciudad, estaba orgulloso de su puesto jerárquico y de que su actual y joven mujer hubiera logrado construir de la nada la empresa que le daba forma a su creatividad. La imaginaba mezclando colores y texturas, que luego vestirían los cuerpos esculpidos de aquellas afroditas conquistadoras de pasarelas y gigantografías publicitarias, y olvidaba por completo cuántas veces había pensado que ella se cansaría de sus gustos y costumbres. De sus sesenta y pico de años y de sus rebeldes canas.
Y cada noche de ausencia se planteaba qué eran siete días en su vida, cada tres meses, si Lourdes le había devuelto la sensación de estar flotando entre nubes. La extrañaba, claro, pero eso la hacía amarla más.
La sexta mañana sin su joven y actual mujer que había logrado construir de la nada un imperio, lo despertaba de un salto tras los golpes en la puerta de entrada. Pensó que Lourdes había planeado sorprenderlo y sabiendo que nunca se llevaba las llaves corrió a su encuentro.
El paquete con medias lunas calientes apareció antes que la silueta de su hija mayor sin darle tiempo a entender la escena.
-¿Qué sucede? Es demasiado temprano. ¿Ha pasado algo?
-Nada. Sólo quería verte. Y aprovecho que no hay Moros en la costa.
-¿A esta hora?
-¿Qué hay de malo? Llego justo para desayunar.
Mientras el aroma del café molido inundaba la cocina la hija dejaba escapar frases a borbotones.
- ¿Papá te dije que empecé a tomar clases de tango?
-No y no te imaginaba haciéndolo.
-Yo tampoco. Pero es como una terapia. Me distraigo. Conozco gente y escucho historias.
-Que seguramente vienen de unos cuantos viejitos aburridos…
-Pará ¡No seas prejuicioso! El tango no es sólo para viejitos.
-Entonces serán historias de jóvenes presumidos intentando perfeccionarse.
-Algunas sí. Otras no tanto. Hoy, por ejemplo, he escuchado a dos mujeres alborotadas por la actitud de una amiga, que habiéndose tomado un vuelo a Méjico ha engañado a su marido diciéndole que iba a Francia, a comprar materiales para su empresa. E incluso se había dado el gusto de enviarles por mail una foto que se tomó en la playa con su amante.
La mañana número siete lo sorprendió a Ernesto algo ensombrecido. Lourdes abrió la puerta y entró revoleando sus zapatos y quejándose del cansancio. Fue hasta la habitación y se lanzó sobre la cama con una bolsa llena de regalos. Él miró a su mujer actual y joven y volvió a pensar en todo lo que había logrado de la nada.

sábado, 15 de mayo de 2010

La oscuridad de Clara

“Todo lo que no me mata me hace más fuerte” era la frase que solía repetir Clara cada vez que repasaba su rutinaria lista de lamentos. Y hasta le sonaba creíble cuando podía sentir cómo sus labios dibujaban la sonrisa tras la que ocultaba sus quejas, a veces pequeñas, otras inmensas.
Nadie podría haber pensado, jamás, lo aturdida que estaba. Lo cansada que se sentía y lo lejos que se encontraba de apoderarse de la fortaleza soñada. Nadie hubiera sospechado que detrás de su agilidad la taquicardia la roía. Menos aun, que el insomnio le arrebataba sus sueños.
Hasta que sus uñas comenzaron a quebrarse. Su pelo a debilitarse. Sus ojeras a marcarse. Sus piernas a aflojarse y su cabeza a afiebrarse. Entonces las quejas fueron ajenas. Clara ya no respondía como antes. Ya no rendía. Ya no reía. Su personaje de heroína perdía poderes y la dejaba al descubierto.
La frase que tantas veces había dicho ya no le servía. Había perdido la confianza en sí misma y estaba a punto de declararse vencida, incomprendida, insana. El plato de lo malo superaba el peso de lo bueno en la balanza. Sintió que era el momento de buscar atajos, salidas, opciones o, simplemente, el de sentir el peso de la guillotina sobre su espíritu aguerrido.
Tomó una decisión. Recostándose en el sillón del médico psiquiatra dijo: “he venido para recuperar mi frase de cabecera”.

sábado, 1 de mayo de 2010

La puerta que nadie quisiera abrir

Las imágenes de las horas previas estallaron en sus mentes justo en el momento en que la puerta se abría.
Nadie podía negar que esa noche ella era la mujer más hermosa del mundo. El brillo del vestido blanco se confundía con el de su piel cubierta de sudor y su cabello se veía más rubio por el bronceado intenso.
El no podía dejar de tocarse el anillo. Lo habían logrado. Un cura los había declarado marido y mujer. Y a partir de ese momento estarían juntos, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separase. La había conocido ocho años antes de forma casual. Y desde el primer instante supo que tendría con ella toda una vida.
El champagne, el vals, la torta, las fotos, los amigos, la familia, los viajes, la luna de miel, la casa recién pintada, todo pasó por sus mentes justo cuando el novio abrió la puerta del baño y la encontró adelantándose a la noche de bodas con su mejor amigo.
Dicen que él no ha dejado de nombrarla. Dicen que ella, tuvo su segunda fiesta.

Felicidades

En el Día del Trabajador pienso en todas aquellas mujeres que fueron abriendo caminos. En las que se animaron a sumergirse en carreras que no estaban pensadas para ellas; en las que desde sus hogares trabajan tanto o más que fuera de ellos; en las que luchan por no ser menospreciadas; en las que demuestran que hacen las cosas por vocación; en las que no callan; en las que quedan fuera de un sistema por falta de fuentes laborales; en las valoradas y en las maltratadas. Y la lista puede ser interminable.
Todas saben que que el trabajo dignifica y alimenta, y no hablo sólo de lo económico. Y también que, a veces, nos envuelve en un mundo de complicaciones, estrés y agotamiento. Pero ahí están, en los hospitales, en las escuelas, en las oficinas, en las fábricas, en las fincas, en las bodegas, en el comercio, en las casas. A todas ellas: Feliz día.

viernes, 16 de abril de 2010

Entre los plátanos y la salsa picante

Cuando Elger bajó del avión sólo pensó en distribuir bien su tiempo. Ya llevaba media hora de retraso y eso era demasiado para un hombre de negocios. El vuelo había sido largo y tal vez lo sería la reunión que tendría luego de alojarse en su hotel. Al medio día lo recibirían con una comida típica en la casa de Emma -a quien no veía desde que dejó su país para seguir a su esposo- y luego, durante la tarde, emprendería su viaje hacia otra ciudad.
Emma, una mujer excesivamente entusiasta, había logrado conmocionar su casa ante la llegada de su primo. Sabiendo que sólo tendría algunas horas para verlo, presentarle a sus hijos y ponerse al día con las historias familiares, se levantó temprano, entró a la cocina como un relámpago, dejando atrás el golpeteo de la puerta de vaivén, al grito de: “Cloide, Cloide, rápido. No hay demasiado tiempo”.

Cloide hubiera preferido recorrer el mercado como solía hacerlo cada mañana, parándose en cada puesto hasta encontrar los mejores aromas. Los mejores colores. Los mejores sabores. Pero ya lo había dicho “su señora”, como ella la llamaba, “no hay demasiado tiempo”. Tomó los plátanos más grandes y maduros, imaginando el olor que soltarían al echarlos en el aceite hirviendo.

En la cocina la esperaban la carne de cerdo, las papas y su patrona, que antes de enviarla al mercado le había repetido un centenar de veces que no olvidara el ramito de quirquiña fresca, el locoto y el tomate para preparar la llahua. El primo Elger no podía irse sin probarla.

Antes de las doce la mesa estaba vestida. Los niños, husmeando por la ventana. Y Emma recibía a su invitado como si se tratase de alguien perteneciente a la realeza.

Cuando Cloide entró al comedor, para servir la comida, tenía puesto un uniforme azul oscuro con vistas blancas y había trenzado su pelo negro con una prolijidad meticulosa...

En ese momento, el rostro alemán de Elger parecía enrojecerse por el efecto de la salsa picante. Pero aún no la había probado. Emma buscó su mirada sin lograrlo; volteó tratando de encontrar la de su criada y al verla recordó las veces que le había dicho: “Algún día llegará tu caballero. Ni te preocupes por esperarlo. Sólo abrirás los ojos y allí estará”.

Elger trató de disimular su agitación mientras Cloide se escabullía por la puerta que parecía no parar de ir y venir. Ya en la cocina, se restregó las manos en el delantal; sintió que su sangre hervía tanto como el aceite donde había cocinado los plátanos y que la recorría ardiendo tal como solía hacerlo la llahua al atravesar su garganta. Nerviosa agarró la fuente que la llevaría nuevamente hacia su destino, pero en un segundo Emma se la arrancó de las manos. Cloide, se quejó…

-Deje patroncita yo la llevo.

-Ya no es necesario Cloide. Ya has abierto tus ojos… y allí está.


(Cloide dejó su Santa Cruz de la Sierra natal para mudarse a Hamburgo con Elger en 1984. Emma le sigue enviando los ingredientes para la Llahua)

sábado, 10 de abril de 2010

El manzano desde la ventana

María Inés miraba por la ventana el árbol fuerte de tronco grisáceo y ramas retorcidas. Se preguntaba qué tan grandes serían sus raíces; cuántos frutos se habrían alimentado gracias a ellas; o quiénes podrían haber saboreado sus verdes manzanas.
Nada le atraía más que asomarse a contemplarlo por las mañanas. No podía ver otra cosa. Su mirada se fijaba sólo en el añoso manzano, como si alguna fuerza extraña la obligara a observarlo.
Trataba de adivinar cuántos niños habrían jugado bajo su sombra. Cuántas historias de amor habría cobijado. Y cuántas tormentas soportado.
El color de sus hojas en otoño le recordaba aquel que alguna vez había tenido su cabello. Y cuando la primavera volvía a vestirlo con flores era capaz de percibir la savia recorriendo cada uno de sus brazos, como alguna vez ella había sentido correr, alborotada, la sangre por sus venas. María Inés admiraba la vida a través de ese árbol. Creaba historias. Hasta había sido capaz de dibujar en su mente al hombre que cavó la tierra para plantarlo. Le otorgaba la imagen de aquel novio al que dejó por pensar que no le daría una buena vida. Podía inventar, las veces que quisiera, grandiosas reuniones familiares con los hijos que nunca quiso tener. Todos gritando y saltando, tratando de alcanzar la gruesa soga que, anudada en la rama más recta, rodeaba la tabla de madera convertida en hamaca.
Y María Inés sabía que ya no tendría tiempo de ver el bosque. Sólo el manzano, desde la ventana del geriátrico, le daba la vida que nunca había querido tener.

domingo, 4 de abril de 2010

Historias de Mujeres cumple un año

Como ya lo he dicho en varias ocasiones, cuando comencé este blog lo hice porque sentí la necesidad de volver a escribir. Había dejado mi profesión de lado por dedicarme a ser madre full time.
Historias... empezó de una forma y fue mutando. Sin duda, como todo en la vida lo va haciendo.
Recibí críticas. De las buenas y de las malas. A veces pensé en dejarlo. Otras hice un esfuerzo por mantenerlo.
En muchas oportunidades me ha dado "cachetadas". Pero en la mayoría satisfacciones. Cuando las historias no llegaban o simplemente mi mente no creaba, pensaba en que si al menos estaba compartiendo mis letras con una persona, le gustara o no lo que escribiera, ellas estaban generando algo.
Hoy, a un año de haber tomado esta iniciativa, agradezco a todos los que hicieron un clic para leer Historias. A los que dejaron y dejan sus comentarios. A los que decidieron seguirme. A los que me aconsejaron. A las mujeres que me contaron sus vivencias. Y, principalmente, a mis amores por estar siempre; y a Mdz por permitirme estar en su portada.
Gracias a todos de corazón.
Gabriela Moreno

domingo, 28 de marzo de 2010

La cosecha

Le hubiera resultado más sencillo sentir temor a perderlo todo, como en otro tiempo. Pero el despertar había sido distinto. La humedad se filtraba por la vieja ventana de madera, junto con su olor, anunciando el aguacero.
Habría sido más fácil declararse cansada y no mover ni un solo músculo dolorido. Sin embargo, saltó de la cama cuando la primera piedra dio de lleno contra el vidrio.
Descalza tomó una frazada y se envolvió. Estaba dispuesta esta vez a dar batalla. La tormenta no mataría su esfuerzo.
Llegó hasta las hileras, embolsó en una arpillera los frutos más rojos, sin sentir el dolor que el granizo se había propuesto lanzarle sobre su espalda.
Hundió sus pies en el barro. Abrió sus dedos entumecidos para espantar las hojas que entorpecían el paso por los surcos y arrastró la bolsa hacia el galpón que oficiaba de cocina; al mirar hacia atrás vio como el trabajo realizado por manos curtidas se perdía.
Sin derramar lo obtenido y menos aún una lágrima encendió el fuego, mientras el hilo de agua que brotaba de la canilla se llevaba la tierra, dejando fluir el rojo furioso de los frutos. Los tomó. Los partió. Quitó las semillas y comenzó la alquimia.
El aroma que empezó a soltar el dulce le devolvió la calma. Sólo llenó seis frascos. No serían en absoluto suficientes para pasar el invierno. Pero serían, sin duda, los mejores de la peor de las cosechas.

jueves, 18 de marzo de 2010

La caja de la abuela

Tomó entre sus manos la vieja lata de galletas. No pudo imaginar cuántos años tendría. Menos aún cómo había llegado a su casa. Sí sabía que muchas veces la había visto a su abuela sostenerla. Llevarla de un lugar a otro. Abrirla. Cerrarla y luego esconderla.
La sacó del armario con desesperación, como esperando encontrar algún tesoro. Algún indicio. Alguna respuesta a quien sabe qué incógnita.
Sólo encontró, detrás del herrumbre, unos cuantos botones, hilos, tizas. Nada que la llevara a algún secreto o gran revelación. Durante años se había imaginado levantando la tapa y descubriendo cartas o fotos. Muchas. Llenas de palabras atestadas de sentimientos. Pero nada de lo que había tramado su mente aparecía. Sólo carreteles y agujas.
Sin sacar los ojos de la caja, espantó el polvo. Eligió las cosas que aún servían, tocando cada uno de los objetos olvidados durante décadas, como si aún buscara en ellos algo especial. Los observó detalladamente para luego traspasarlos a su moderno costurero de madera. Se tomó su tiempo para hacerlo, sin dejar de pensar en la larga falda de la canosa anciana meciéndose, mientras llevaba la lata de un lado a otro.
Cuando estaba a punto de guardar lo rescatado en su armario, sintió que sí había encontrado algo. Olores. Colores. Recuerdos. Y con ello, la imagen de su abuela en el pasado, mirándola por encima de los lentes; sonriéndole, cada vez que daba una puntada.

sábado, 6 de marzo de 2010

Secretos recuerdos de mujer

A primera hora de la mañana, Doña Raquel daba dos golpecitos suaves sobre la puerta de la última habitación del pasillo, ubicada en la planta alta de la vieja casona. “Niña, despiértese y apúrese que tengo una sorpresa para usted. Baje arregladita”.
La chica se restregó los ojos y sintió la suavidad de las sábanas perfumadas por la brisa marina. Pensó en quedarse un rato más en la cama. Pero si Doña Raquel hablaba de sorpresas era mejor darle el gusto rápidamente. De lo contrario no dejaría de llamarla hasta lograr su cometido.
La joven bajó y encontró a la mujer ansiosa esperándola en el hall. “Vamos, vamos, que alguien nos ha invitado a desayunar. Le aseguro niña que jamás olvidará el momento que va a vivir”.
Ambas salieron a paso acelerado. Caminaron unas cuadras y llegaron a un edificio bajo, con pocos departamentos. Algunos con vista a la playa y balcones de película.
Doña Raquel tenía llave. Abrió y le preguntó a la mucama dónde estaba la señora. Obtuvo la seña y dio unos pasos hacia el ventanal que daba a la terraza.
Desde allí, la chica pudo ver una mesa redonda, cubierta con un impecable mantel blanco, adornada con flores, y con las tazas a la espera de un humeante café. Junto a ella, la señora de cabello corto y ordenado.
“Ella es mi amiga y cuando le he contado sobre usted –le dijo Raquel a la muchacha- me ha dicho que la invite a su casa. No la invada a preguntas. Sólo disfrútela”. Y la joven así lo hizo.
Las esperaba leyendo el diario. Vestía una túnica de seda verde tornasolada. A la chica le resultó familiar. Pero no terminó de reconocerla. Tampoco escuchó su nombre en ningún momento. Supuso que debía ser una muy buena amiga de Doña Raquel, porque si algo predominaba en ese lugar era el cariño y, por sobre todo, la tranquilidad y complicidad entre ambas.
Hablaron de la madre tierra, los legados, las mujeres fuertes y las débiles. El poder de la palabra y las historias que hacían historia. En verdad, para la “niña” como la llamaba Doña Raquel, aquel prometía ser un momento inolvidable.
Con un último sorbo de café, la mujer estiró su brazo hacia la mucama y le pidió retirar las cosas. Se incorporó y respiró profundo dejando que el viento fresco ondulara su túnica. Miró a Doña Raquel, luego a la niña y disculpándose por su repentina partida dijo: “Ha sido un desayuno maravilloso. Pero ahora tengo muchas letras que ordenar”. Se escabulló entre los muebles y cerrando la puerta de vidrio se sentó frente a una máquina de escribir.
“Doña Raquel –dijo la chica- su amiga no me ha dicho su nombre”. “No es necesario –le respondió- le ha dicho más de lo que a muchos. Y ya con el tiempo usted misma lo descubrirá”.
Hace unos días aquella joven, ya convertida en mujer, mientras miraba las tristes imágenes del terremoto ocurrido en Chile, recordaba a Doña Raquel rogando que estuviera bien. “Espero que así sea, porque aún deseo que salga de sus propios labios el nombre de aquella señora”, susurró tomando el libro cuya portada mostraba la imagen de una mujer en sepia.


Dicen que esta escena transcurrió en Viña del Mar, Chile. Y que Doña Raquel es tan real como la niña. También dicen que el portero del edificio tenía la orden de que nadie molestara a la señora Isabel.
Con este relato quiero mandar mi abrazo a las mujeres chilenas y el deseo de que la fortaleza no se apague. El coraje y el amor las ayudará a levantarse.

sábado, 20 de febrero de 2010

Noches de insomnio

El insomnio de Nancy se estaba transformando en el peor de sus hábitos. Y lo notó la noche que había dejado el libro sobre la cama, tras hacer un doblez en la página 233, para ir, descalza, directo hacia la heladera, en busca de lo que fuera.
El frío que sintió al abrir la puerta la hizo cambiar de opinión. “Un café me vendría mejor”, pensó. Pero el motor de un auto y el crujir de una reja la habían alejado de la cocina.
En puntas de pie, caminó por toda la casa imaginando que algo estaba por suceder. Intentó espiar por la ventana. Dio un salto hacia atrás cuando sintió las voces borrachas peleando en la calle.
A la falta de sueño se había sumado el miedo. “Algo está pasando allá afuera”, fue la primera frase que retumbó en su mente. Comenzó a apagar las luces. La sensación de hambre parecía haber quedado perdida en el tiempo.
Un golpe seco contra las tejas del techo hizo que se abalanzara sobre la mesa de hierro donde había quedado apoyado el teléfono. Lo tomó y marcó el 911 sin darle ingreso a la llamada. Esperó. Sólo apretaría el botón cuando estuviera segura.
Se acercó a la puerta otra vez y asomó el ojo derecho por la mirilla. Pegó un alarido cuando sintió el estridente sonido del inalámbrico y la luz de alerta entre sus manos, al mismo tiempo que dejaba caer el aparato al piso.
A las cuatro de la mañana un llamado equivocado, de una romántica equivocada, la había dejado ahogada. A esa hora, hasta el canto de los grillos conspiraba contra el peso de sus párpados.
Asustada, agitada, angustiada, volvió a la cama. Miró a su marido dormir plácidamente. Volvió a sentir el golpe sobre las tejas. Aterrada lo despertó sacudiéndolo. “¡Algo pasa, escuchá! ¡Alguien anda por los techos!
Una mano le rozó la cara y abrió los ojos pensando que el aire se acababa. “Tranquila dormilona. Es hora de levantarse”. La voz de su esposo le anunciaba un buen día después de una larga noche, en la que el insomnio de Nancy se había escondido en la página 233, para transformarse en su peor pesadilla.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Después del temblor

Si había algo que Carolina cuidaba con recelo, incluso más que sus mejores estrategias laborales, era su agenda roja. Había elegido ese color para no perderla nunca de vista. Sabía que tenía los mejores contactos de todo el personal de la empresa y eso la enorgullecía. Ni su jefe había logrado obtener datos tan precisos sobre los clientes de la compañía y menos aún de los de la competencia.
Por ello, si Carolina se movía -aunque fuera por unos minutos- de su escritorio llevaba la libreta con ella o se aseguraba de dejarla en el segundo cajón de su armario. El único que tenía doble llave.
Si asistía a alguna reunión, la agenda roja siempre permanecía debajo de su bloc de notas. Carolina sentía que allí estaba todo lo que tenía. No sólo su carrera, sino también su vida. No tenía copia y no confiaba en la seguridad informática.
Esa agenda, que todo lo contenía, la había llevado a obtener su último ascenso y su departamento con vista al parque en el 5to piso de las Torres de Cristal.
Cada domingo, antes de irse a dormir, actualizaba sus datos y le agregaba hojas adhesivas al final con las tareas diarias.
Ese lunes, Carolina se levantó más temprano que de costumbre. El señor Santino estaría a las 11 en el salón del directorio para firmar el contrato de compraventa del edificio Emperatriz y quería que todo estuviera en orden. Nunca nadie había logrado hacer negocios con él. Y ella se había transformado en su único contacto.
Alcanzó a poner la clave en su computadora cuando el movimiento llegó sin anunciarse. Vio como el monitor se movía de un lado a otro, como si fuera un péndulo. Se incorporó como pudo de la silla para alcanzar las escaleras que la llevarían hacia la calle. El temblor podía durar apenas segundos, pero lo mejor y lo indicado era salir.
Media hora más tarde, sin réplicas, las noticias anunciaban un epicentro a 40 kilómetros de la ciudad, mientras Carolina se disponía a marcar el número del señor Santino. Miró sobre su escritorio. Luego debajo. Abrió el cajón. No estaba. Sus metas se derrumbaban con la misma velocidad que las gotas de sudor le caían por la frente.
Santino llegó media hora más tarde y estampó la firma en las seis hojas con membrete. Pero Carolina tenía que volver a armarse para una nueva batalla.
Una semana más tarde, mientras se asomaba por la ventana para ver que tan intensa era la lluvia, bajó la vista hacia el fondo del vaso plástico y vio que ya no quedaba café en él. Se acercó hasta el papelero de su colega y lo arrojó al pasar. El sonido seco le llamó la atención. Se inclinó como buscando un eco y su agenda aparecía desde el fondo, tan roja como su furia.
Días después, su colega hablaba en voz baja por teléfono. El susurro le llegaba a Carolina con más nitidez de lo que esperaba. “Con el señor Santino por favor”, de parte de Eduardo Vázquez, de Empresas New Age”.

(los nombres de los personajes y lugares han sido cambiados para no herir susceptibilidades)

sábado, 6 de febrero de 2010

Madres desesperadas

Mientras la niña trataba de colgarse de su falda, ella -con sus ojos opacos detrás de las ojeras- sostenía al bebé con su brazo izquierdo, haciendo malabares para llevarse el cigarrillo a la boca, entre el llanto, el pataleo y la angustia del pequeño, que parecían ir y venir al compás del humo que le rodeaba la cara.
La insistencia de la nena por aferrarse a su mamá era tan potente como el movimiento descoordinado de sus pies por alcanzarla. Quizás hubiera podido tomarle la mano derecha, pero una botella de cerveza había ocupado su espacio.
El cordón de la vereda los recibía tan inerte como la mente de la joven madre. Apenas había pasado el mediodía, cuando se sintió el sonido de la espuma chorreando a través del pico del envase de vidrio oscuro.
Las miradas no tardaron en llegar. Pero se fugaron tan rápido como pudieron. No se escuchó ni un susurro. Todo quedó inmóvil. Hasta que el rostro de la pequeña se cruzó con los pensamientos de las mujeres que recogían a sus hijos del jardín maternal que, a menos de un metro de distancia, la mostraban diferente.
Sin sacar la vista de la brasa y sin hacer caso a las lágrimas del pequeño, la joven arrojó el cigarrillo hacia la calle, al mismo tiempo que el hambre rugía traspasando las pancitas de sus hijos. De a poco, la escena se transformaba en una postal de ciudad que allí quedaría, junto a una acequia sucia y seca.
Y mientras esa imagen desgarradora y cruel se desdibujaba ante la gente, a pocos kilómetros, otra mujer llamaba a su médico anunciando las contracciones, ansiosa, desesperada, sabiendo que en pocas horas estaría acariciando al ser deseado.

viernes, 29 de enero de 2010

Una noche importante

Cuando sintió que la migraña la atacaba, había subido sólo 7 escalones, con su vestido largo de seda natural estampada. Aunque el rojo era tan fuerte como su sangre, nadie notó su presencia, menos aún la rosa negra que sujetaba su cabellera rubia.
Pálida de personalidad no llamaba la atención. Pero tenía que estar allí. Era una noche importante.
Llegó al final de la escalera y vio a su marido jugueteando con la copa de vino oscuro. Rodeado. Escuchado. Adulado.
Pensó en acercarse y sumarse a la rueda. Pero prefirió zambullirse en el sillón blanco desde el cual podría apreciar toda la ciudad encendida.
Aceptó el trago que le ofreció el mozo sin ni siquiera mirarlo y al tratar de darle el primer sorbo, un movimiento torpe hizo que el vidrio de la copa diera contra sus dientes. El martini se derramó por su escote mezclándose con su perfume caro, ese que Ernesto le había traído de París cuando dio allí una conferencia suprema.
Tomó impulso para pararse cuando sintió que su taco se enganchaba en la madera de la terraza. Perdió el equilibrio. Entonces, ya no sólo su vestido era rojo. También lo eran su cara, su cuello, sus manos, que parecían pedir auxilio desesperadamente.
Intentando agarrarse de una baranda sintió que alguien la tomaba de su brazo. Al ver la cara de su esposo sintió que su respiración había vuelto.
“Ernesto –dijo- te estaba esperando”. Él, sin dejar de mostrar su sonrisa, se le acercó al oído y le dijo: “Querida, has bebido demasiado. El chofer te llevará a casa”.

jueves, 28 de enero de 2010

La mariposa celeste

Temía convertirse en una imagen de la Sara bíblica si miraba hacia atrás en busca de alguna respuesta. Pero, a la vez, quería adquirir una poción mágica que le diera la dureza suficiente para enfrentar un futuro en el que se veía acorralada.
No se animaba a dar ni un solo paso. Ni siquiera a mirar hacia un costado. El olor, pesado e indefinido, la perturbaba y llevaba hacia alguna cueva. Extendiendo los brazos trataba de abrirse camino con las manos, ciega, sorda y muda.
El laberinto se desdibujaba en su cabeza, cuando un golpe suave sobre su pecho la sacó del letargo. Sacudió algo con sus manos sin saber qué era. Y miró. Creyó sentir, en el medio del silencio, el esfuerzo de unas alas surcando el calor intenso. Bajó sus párpados para evitar el furioso haz de luz que se colaba entre las hojas del Olmo. Volvió a mirar pensando que alucinaba. Las había visto anaranjadas, amarillas, blancas, pero jamás celestes.
En un simple parpadeo la perdió. Se movió hacia un lado y hacia el otro. Giró 180 grados. Inclinó la cabeza hacia arriba a la izquierda. Luego a la derecha. Ya no estaba. Se había alejado, pero no sin antes haberla sacado del pánico carcelario que la tenía encerrada entre dos baldosas. Sin un movimiento. Sin nada.
Hoy mientras esconde una cana, entre su cabello oscuro, con sus manos manchadas por el paso del tiempo, siente la llegada de un derrumbe. La quietud revuelve en el pasado y con una firmeza insospechada su mente le devuelve la imagen de la mariposa celeste, aquella que con su corta vida le dio a ella una diferente.

domingo, 17 de enero de 2010

Las palabras más usadas por las mujeres

Comparto con ustedes un mail que me mandó una amiga.
Los diez puntos a tener en cuenta, con las palabras más usadas por las mujeres. No sé quién lo escribió. Pero aquí va. Lo que ellas le "dicen" a ellos.
1. BIEN: Esta es la palabra que usan las mujeres para terminar una discusión cuando creen que tienen razón y tú tienes que quedarte callado.
2. 5 MINUTOS: Si la mujer se está vistiendo, significa entre media y una hora. Si estás leyendo el diario o viendo el partido y tienes que ir con ella o hacer otra cosa que ella quiere, sí son sólo 5 minutos.
3. NADA: La calma antes de la tempestad. Quiere decir algo y deberás estar alerta. Discusiones que empiezan con NADA normalmente terminan con BIEN (mira el punto 1).
4. HAZ LO QUE QUIERAS: Es un desafío, no un permiso. No lo hagas.
5. GRAN SUSPIRO: Es como una palabra pero no verbal. Muy a menudo los hombres no lo saben interpretar. Un GRAN SUSPIRO significa que ella piensa que eres un idiota y se pregunta por qué está perdiendo su tiempo peleando contigo discutiendo sobre NADA (mira el punto 3).
6. O.K.: Es una de las palabras más peligrosas que una mujer puede decir a un hombre. Significa que una mujer necesita pensar muy bien antes de decidir cómo y cuando hacértelas pagar.
7. GRACIAS: Una mujer te agradece; no hagas preguntas o no te desmayes, quiere sólo dar las gracias (pero si dice MUCHAS GRACIAS es puro sarcasmo y no te está dando las gracias de verdad).
8. COMO QUIERAS: Es el modo gentil de la mujer para decir: “¡Andáte a pasear!”
9. NO TE PREOCUPES QUE YO LO HAGO: Otra frase peligrosa. Significa que una mujer pidió a un hombre algo algunas veces pero se tuvo que dar por vencida y hacerlo ella misma. Esto llevará al hombre a preguntarse: “Pero, ¿qué hice de malo?” La respuesta de la mujer es el punto numero 3.
10. ¿QUIÉN ES?: Esta es solo una simple pregunta, pero recuerda que cada vez que una mujer te pregunta “¿Quién es?” en realidad te está preguntando: “¿QUIÉN ES ESA Y QUÉ ES LO QUE QUIERE CONTIGO?” Ojo con lo que contestas.

viernes, 15 de enero de 2010

El reflejo amargo

Patricia L. había decidido sorprender a todos con un cambio de imagen. No se había sentido bien durante los últimos meses. Su marido le había pedido el divorcio, para poder reiniciar su vida con otra mujer, Agustina P., un poco más joven que ella y con otro tipo de aspiraciones.
Después de mirarse durante varios minutos en el espejo, pensó que una larga cabellera le daría más vida a aquel reflejo amargo que recibía y para ello debía deshacerse de la melena corta y de la tintura negra que la acompañaba.
Aunque siempre le había causado gracia ver cómo alguna de sus amigas de un día para otro aparecía con treinta centímetros más de pelo, fue en busca de las extensiones.
“Nada de rulos. Bien lacias y largas, y con un tono dorado”, le dijo al estilista sin dudarlo. Al saber que en dos días estarían listas para ella las mechas naturales, salió de la peluquería con otro semblante.
Varias horas de paciencia. Algunas revistas viejas y ajetreadas. Un par de cafés. Chismes. Parloteo y listo. El espejo le daba la bienvenida a la renovación. Y el diálogo de fondo, cual abducción, la transportaba hacia un agujero negro.
“Chicas –decía el peluquero- no olviden pagarle a Agustina P. su cabello. Miren que Patricia ya se lo lleva puesto”.

“Todo me pasa a mí”

Si por algo se caracteriza Sonia es por su nerviosismo. Ella afirma que nació nerviosa y seguirá así por el resto de su vida. Sin embargo, eso es algo que la atormenta. Convive con un malestar constante. Es tan consciente de ello que ha probado varias terapias, con distintos terapeutas. Ha pasado por el diván un par de veces, pero no consigue el alivio. Ha usado té de tilo, ansiolíticos y antidepresivos. Ha probado con yoga, pilates, relajación, respiración y natación. Las endorfinas se mueven, pero Sonia adolece, aunque ya ha superado los cuarenta años.
Se levanta nerviosa, come nerviosa, le cuesta dormirse y relacionarse.
-¿Qué es lo que te pasa Sonia? (pregunta una amiga)
-Todo. Todo me pasa a mí.
-¿Qué es todo. Puedo ayudarte?
-No, soy yo la única que puede hacerlo. Pero siempre fracaso.
-Tendrías que intentar relajarte.
-Ojalá pudiera.
-¿Pero te das cuenta de que necesitás algún cambio? ¿Qué pasó con la terapia?
-Me cansó. Tanto como me cansa la vida.
-¿Qué puede ser tan grave?
-Sospecho que vivir. Mejor dicho, sospecho que vivir sin disfrutar.
-¿A qué te referís?
-Es complicado…
-¿Qué tanto?
-Tanto como haber construido un mundo ideal. Como un cuento de hadas. Con castillos, príncipes y princesas.
-Entonces, ahí está todo el problema. Estás pensando como una niña dentro de su mundo mágico.
-Así es. Y estoy llena de ilusiones y fantasías.
-Sonia, es hora de crecer. Incluso sin descartar esas ilusiones y fantasías.
-Ese es el problema, me cuesta hacerlo. Soy como una niña en un cuerpo adulto. Y eso duele. Tanto, que siento que todo me pasa a mí.
-¿Y qué harás al respecto?
-No lo sé. Tal vez deba tomar mi varita mágica y transformar mi realidad.

jueves, 7 de enero de 2010

Ella y el hombrecito del saco a cuadros

Más de veinte eran las mujeres que trataban de escapar del hombrecito de saco a cuadros, cada vez que lo veían circular por la oficina. Y lo consideraban pequeño, aunque su estatura mostrara lo contrario. Lo percibían diminuto de mente y hasta un poco enfermo, y no precisamente porque su cuerpo lo indicara, sino más bien porque su mente lo demostraba.

A algunas les producía un rechazo inmediato. A otras temor. Ninguna se animaba a enfrentarlo cada vez que alguna de sus frases las ruborizaba. Parecía tener un don especial para paralizarlas. Ellas sólo podían quejarse en voz baja. O simplemente compartir, a escondidas, los bochornos a las que él las sometía.

No importaba la edad ni el aspecto que tuvieran. A veces, el acecho era diario. Otras se tomaba su tiempo y esperaba alguna ocasión especial para salpicarlas con su hablar libidinoso. Hasta que una de ellas decidió enfrentarlo. Juntó pruebas. Fue hasta la oficina del jefe de personal y las dejó caer sobre el escritorio. Sólo recibió como respuesta una sonrisa sarcástica. No había logrado que le prestaran atención y menos aún que el hombrecito del saco a cuadros dejara de devorarla con la mirada.

Y como si alguna fuerza extraña lo envalentonara o lo nutriera de algún poder especial, él se hacía más presente. Ella sentía sus pasos con mayor frecuencia. Si iba por un café a la cocina del edificio, ahí estaba él para acercarle la taza. Si tomaba el ascensor, le abría la puerta. Si buscaba un viejo tomo en la biblioteca, aparecía para sostenerle la escalera. Y ella volvía a quejarse en voz baja. Pero ya era la única que lo hacía. Volvió a juntar coraje y arremetió en la oficina de personal. Pidió ayuda. Sólo recibió a cambio un "no sea perseguida".

Entonces, ella, sentía que su energía se consumía. Su humor ya no era el mismo. Sus sueños tampoco. En pocos meses se vio envuelta en miedo. Le costaba salir de su casa para ir al trabajo. Sus defensas estaban tan bajas que se enfermaba cada diez días. Mientras tanto, el hombrecito del saco a cuadros la seguía de cerca. Ya no soportaba no soportarlo.

Buscó ayuda una vez más, pero esta vez en un edificio cercano. La placa del médico psiquiatra le daba la bienvenida y con ella una licencia por varios meses. Pero el hombrecito seguía apareciendo. Una llamada o un papel con otra frase lujuriosa por debajo de su puerta. Y ella ya ni podía quejarse en voz baja. El pánico la empujaba hacia su cuarto.

Con la licencia psiquiátrica vencida y sin dar aviso a nadie, ella ya no salía. El timbre logró sobresaltarla. Asustada, pensando que el hombrecito había sido capaz de seguirla con su acoso hasta su cueva, se asomó por la mirilla. El alivio llegó al ver la gorra del cartero. El final con el telegrama de despido.

lunes, 4 de enero de 2010

Un recuerdo de infancia en penumbras y un adios a Sandro.

El tocadiscos dejaba salir la voz que invadía la galería de la vieja casa. Recuerdo que me sentaba sobre el piso de baldosas amarillas y negras, mientras mi madre cosía o sacudía los muebles con una bandana cubriéndole el pelo.
La voz parecía salir a propósito del long play y sin que me diera cuenta ingresaba a mis oídos sin permiso. Una y otra vez. Tantas como podía.
Años más tarde alguien prendía la tele y sin aviso la voz volvía a sonar en mi cabeza para salir como un soplido por mi boca, sin darme tiempo a pensar. Y ahí estaba yo, cantando, diciendo palabras de memoria. “La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel y el mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también”.
Con el tiempo, estaba segura de poder repetir la canción completa, ya sin el televisor ni el tocadiscos encendidos. Pero para ese entonces, la voz había vuelto a mi mente y se había alejado de mi boca. El simple hecho de haber tarareado alguna estrofa del Gitano hubiera sido tildado de “grasa”. La adolescencia irrumpía con la moda. Con otros estilos. Con otra vida. Sin embargo, allí estaba, en penumbras.
Cómo podría mi memoria olvidar al morocho que salía en las películas moviéndose de forma extraña, con un cigarrillo en la boca y un vaso siempre medio lleno. ¿Cómo podría, si había crecido con eso?
Y si buscó en mi memoria puedo recordar muchas de sus canciones, aunque tal vez no completas. Pero ahí están Te propongo, Una muchacha y una guitarra, Quiero llenarme de ti, Trigal, Rosa rosa, Tengo, Dame, Como lo hice yo, París ante ti.
No había notado que eran tantas. Cómo pude recordarlas tanto tiempo. Tal vez algún tributo rockero me las refrescó. Como sea. Allí estuvieron y allí estarán. Entre la penumbra de un suave interior.

sábado, 2 de enero de 2010

Año nuevo, vida nueva.

Había controlado a Gómez durante todo el ciclo lectivo. Ya lo había tenido como alumno y consideraba que podía ser tan problemático como el año anterior. El chico era buen estudiante, pero su comportamiento distaba de lo que ella consideraba lo adecuado.
“Gómez: cierre la boca”, “Gómez lo voy a amonestar”, “Gómez pase al frente”, “Gómez para mañana traiga...”, “Gómez sáquese el chicle de la boca”, “Gómez se va a pasar el verano estudiando”, Gómez, Gómez, Gómez.
Lo que ella no percibía era que ya con 18 años, el alumno ni siquiera tenía la intención de seguirle la corriente. Menos aún de enfrentarla. Por su cabeza pasaban otras historias. A lo sumo, lo único que quería era terminar los estudios para tomar su mochila e ir en busca de otras voces que le dieran una tonalidad distinta y de otros ojos que lo miraran diferente. Pero ella estaba tan oculta y cerrada, que necesitaba a alguien en quien depositar su ira.
El año había finalizado y Gómez le había cerrado la puerta a una etapa de su vida. Ella buscaba opciones, mientras acariciaba a su gato. La soltería le pesaba a los 45, al igual que su familia. Entonces inició una búsqueda. Un hobby, un viaje, una lavada de cara a su departamento. Hasta que una colega la invitó a pasar la noche de Año Nuevo con un grupo de amigos.
Tal vez ese podía ser el comienzo del cambio. Aceptó. Sin embargo, no demostró demasiado entusiasmo. Ni siquiera reparó en su imagen. Usó una de las tantas blusas que se ponía a diario y la clásica falda negra que ya la identificaba. Tomó el bolso raído. Arrancó la hoja del bloc donde había anotado la dirección y salió.
No le costó mucho encontrar la casa. Conocía la zona. Bajó del auto pensando que tal vez debería volver a su departamento. Por qué había tenido la loca idea de empezar el año con desconocidos. El sonido del hambre en el estómago la devolvió a la tierra cuando su dedo ya estaba apoyado en el timbre.
Segundos más tarde, Gómez le abría la puerta y le daba la bienvenida a su casa.