sábado, 20 de febrero de 2010

Noches de insomnio

El insomnio de Nancy se estaba transformando en el peor de sus hábitos. Y lo notó la noche que había dejado el libro sobre la cama, tras hacer un doblez en la página 233, para ir, descalza, directo hacia la heladera, en busca de lo que fuera.
El frío que sintió al abrir la puerta la hizo cambiar de opinión. “Un café me vendría mejor”, pensó. Pero el motor de un auto y el crujir de una reja la habían alejado de la cocina.
En puntas de pie, caminó por toda la casa imaginando que algo estaba por suceder. Intentó espiar por la ventana. Dio un salto hacia atrás cuando sintió las voces borrachas peleando en la calle.
A la falta de sueño se había sumado el miedo. “Algo está pasando allá afuera”, fue la primera frase que retumbó en su mente. Comenzó a apagar las luces. La sensación de hambre parecía haber quedado perdida en el tiempo.
Un golpe seco contra las tejas del techo hizo que se abalanzara sobre la mesa de hierro donde había quedado apoyado el teléfono. Lo tomó y marcó el 911 sin darle ingreso a la llamada. Esperó. Sólo apretaría el botón cuando estuviera segura.
Se acercó a la puerta otra vez y asomó el ojo derecho por la mirilla. Pegó un alarido cuando sintió el estridente sonido del inalámbrico y la luz de alerta entre sus manos, al mismo tiempo que dejaba caer el aparato al piso.
A las cuatro de la mañana un llamado equivocado, de una romántica equivocada, la había dejado ahogada. A esa hora, hasta el canto de los grillos conspiraba contra el peso de sus párpados.
Asustada, agitada, angustiada, volvió a la cama. Miró a su marido dormir plácidamente. Volvió a sentir el golpe sobre las tejas. Aterrada lo despertó sacudiéndolo. “¡Algo pasa, escuchá! ¡Alguien anda por los techos!
Una mano le rozó la cara y abrió los ojos pensando que el aire se acababa. “Tranquila dormilona. Es hora de levantarse”. La voz de su esposo le anunciaba un buen día después de una larga noche, en la que el insomnio de Nancy se había escondido en la página 233, para transformarse en su peor pesadilla.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Después del temblor

Si había algo que Carolina cuidaba con recelo, incluso más que sus mejores estrategias laborales, era su agenda roja. Había elegido ese color para no perderla nunca de vista. Sabía que tenía los mejores contactos de todo el personal de la empresa y eso la enorgullecía. Ni su jefe había logrado obtener datos tan precisos sobre los clientes de la compañía y menos aún de los de la competencia.
Por ello, si Carolina se movía -aunque fuera por unos minutos- de su escritorio llevaba la libreta con ella o se aseguraba de dejarla en el segundo cajón de su armario. El único que tenía doble llave.
Si asistía a alguna reunión, la agenda roja siempre permanecía debajo de su bloc de notas. Carolina sentía que allí estaba todo lo que tenía. No sólo su carrera, sino también su vida. No tenía copia y no confiaba en la seguridad informática.
Esa agenda, que todo lo contenía, la había llevado a obtener su último ascenso y su departamento con vista al parque en el 5to piso de las Torres de Cristal.
Cada domingo, antes de irse a dormir, actualizaba sus datos y le agregaba hojas adhesivas al final con las tareas diarias.
Ese lunes, Carolina se levantó más temprano que de costumbre. El señor Santino estaría a las 11 en el salón del directorio para firmar el contrato de compraventa del edificio Emperatriz y quería que todo estuviera en orden. Nunca nadie había logrado hacer negocios con él. Y ella se había transformado en su único contacto.
Alcanzó a poner la clave en su computadora cuando el movimiento llegó sin anunciarse. Vio como el monitor se movía de un lado a otro, como si fuera un péndulo. Se incorporó como pudo de la silla para alcanzar las escaleras que la llevarían hacia la calle. El temblor podía durar apenas segundos, pero lo mejor y lo indicado era salir.
Media hora más tarde, sin réplicas, las noticias anunciaban un epicentro a 40 kilómetros de la ciudad, mientras Carolina se disponía a marcar el número del señor Santino. Miró sobre su escritorio. Luego debajo. Abrió el cajón. No estaba. Sus metas se derrumbaban con la misma velocidad que las gotas de sudor le caían por la frente.
Santino llegó media hora más tarde y estampó la firma en las seis hojas con membrete. Pero Carolina tenía que volver a armarse para una nueva batalla.
Una semana más tarde, mientras se asomaba por la ventana para ver que tan intensa era la lluvia, bajó la vista hacia el fondo del vaso plástico y vio que ya no quedaba café en él. Se acercó hasta el papelero de su colega y lo arrojó al pasar. El sonido seco le llamó la atención. Se inclinó como buscando un eco y su agenda aparecía desde el fondo, tan roja como su furia.
Días después, su colega hablaba en voz baja por teléfono. El susurro le llegaba a Carolina con más nitidez de lo que esperaba. “Con el señor Santino por favor”, de parte de Eduardo Vázquez, de Empresas New Age”.

(los nombres de los personajes y lugares han sido cambiados para no herir susceptibilidades)

sábado, 6 de febrero de 2010

Madres desesperadas

Mientras la niña trataba de colgarse de su falda, ella -con sus ojos opacos detrás de las ojeras- sostenía al bebé con su brazo izquierdo, haciendo malabares para llevarse el cigarrillo a la boca, entre el llanto, el pataleo y la angustia del pequeño, que parecían ir y venir al compás del humo que le rodeaba la cara.
La insistencia de la nena por aferrarse a su mamá era tan potente como el movimiento descoordinado de sus pies por alcanzarla. Quizás hubiera podido tomarle la mano derecha, pero una botella de cerveza había ocupado su espacio.
El cordón de la vereda los recibía tan inerte como la mente de la joven madre. Apenas había pasado el mediodía, cuando se sintió el sonido de la espuma chorreando a través del pico del envase de vidrio oscuro.
Las miradas no tardaron en llegar. Pero se fugaron tan rápido como pudieron. No se escuchó ni un susurro. Todo quedó inmóvil. Hasta que el rostro de la pequeña se cruzó con los pensamientos de las mujeres que recogían a sus hijos del jardín maternal que, a menos de un metro de distancia, la mostraban diferente.
Sin sacar la vista de la brasa y sin hacer caso a las lágrimas del pequeño, la joven arrojó el cigarrillo hacia la calle, al mismo tiempo que el hambre rugía traspasando las pancitas de sus hijos. De a poco, la escena se transformaba en una postal de ciudad que allí quedaría, junto a una acequia sucia y seca.
Y mientras esa imagen desgarradora y cruel se desdibujaba ante la gente, a pocos kilómetros, otra mujer llamaba a su médico anunciando las contracciones, ansiosa, desesperada, sabiendo que en pocas horas estaría acariciando al ser deseado.