viernes, 9 de octubre de 2009

Guillermina y un jamás que nunca fue

Guillermina encontró a su padre en la habitación durmiendo con una persona. No era su madre. No podía mencionar con quién, por pudor o por vergüenza. El silencio de la casa la espantaba. El momento inesperado la había devastado.
La irá se apoderó de su madre, hasta arrastrarla hacia la misma habitación donde había comenzado el derrumbe. La rebeldía había derrotado a su pequeña hermana. Y la pasión oculta de aquel hombre silencioso, al que desconocía después de tantos años de adorarlo, había sembrado en ella resistencia.
Se juró jamás formar una familia. Y no volvió a subir la mirada. Encorvó su espalda y optó por no ver los ojos vecinos y no escuchar las voces cercanas ni lejanas. Hasta que decidió su rumbo. El convento la esperaba. Estuvo allí unos años. Sintiéndose segura, Guillermina no buscaba nada.
Dicen que faltaba poco tiempo para que el hábito cubriera su cuerpo, cuando al fin decidió levantar su rostro y mirar hacia adelante. Todo se le hizo confuso. Vio lo que no había esperado, junto a la puerta de la iglesia. La claridad la invitaba.
Dos años después volvió al barrio. Su madre le abría la puerta de casa mientras su esposo la ayudaba a bajar del auto con cuidado. Guillermina lo abrazó en busca de calma, sin poder rodearlo. Su panza ya no la dejaba.

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