Era el último mes de cursado del último año en la Universidad, que por cierto nunca terminé. Bajaba las escaleras pensando en que no llegaría a buscar unos apuntes a la fotocopiadora, cuando un amigo de la adolescencia tropezó conmigo. No le pegunté qué hacía allí. No era su lugar habitual. Tampoco me dio tiempo. A segundos del saludo lanzó la pregunta: ¿Quién es esa chica? Recuerdo que me reí, por dos motivos. Uno: estaba lleno de chicas. Y dos: el flaco estaba a punto de casarse con una mujer más que linda e interesante.
Cuando me la señaló, descubrí que había puesto sus ojos en alguien a quien efectivamente yo conocía. Entonces develé su incógnita. "Dale, dale, presentámela". En lugar de hacerlo, me transformé en la jueza del caso. Cómo iba a hacer algo así, si él estaba a punto de pisar el altar. Si la mujer a la que miraba estaba casada. Si conocía a sus respetivas parejas.
Busqué diez mil formas de negarme. Y lo hice. Pero quién era yo para impedir la concreción de un deseo.
De no verlo en años, pasé a cruzármelo a diario y siempre con el "dale, dale...". Después de varias cansadoras jornadas, con aquel amigo torturándome el oído, opté por dejar de ser la idiota que pensaba en consecuencias y verdades. Simplemente, sin emitir sentimientos ni pensamientos, decidí dar mi sentencia: "Arreglátelas vos". Estaba más que claro, ¿quién era yo para impedir o cumplir un deseo?
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