viernes, 11 de septiembre de 2009

Nada ni nadie podrá...

Después de haber tenido que reducir mi dieta diaria, por algo que afectó mi sistema digestivo o mi funcionamiento hepático o vaya a saber qué, no tuve otra opción que irme a la cama comiendo livianito y tratando de convencer a mi hijo de que mi panza no era la piñata del cumpleaños de Bruno ni una pelota gigante de básquetbol sobre la que él había decidido rebotar.
Las ganas de comer algo dulce me quitaban el sueño. Pero nada podría quitarme el placer de descansar. Sin embargo, no pensé en el “nadie”. Ni en las almas jóvenes y espirituosas que hasta la madrugada tenían pensado dejar salir su furia en la puerta de casa.
Tenía que mentalizarme: “nada ni nadie detendrá mi descanso”. Y mientras pensaba en eso, había olvidado controlar el radio reloj descontrolado, quién sabe por qué capricho de la tecnología. Entonces, cuando comenzaba a sentirme adormecida, alguien hablaba sobre no sé qué ayuda a no sé qué cosa en no sé qué emisora.
Me levanté. Caminé por toda la casa. Quise creer que mi sensación de malestar gástrico -o no sé qué- había desaparecido y enfilé hacia la heladera. “No. No. No. Ahí está la molestia. Mejor un tecito”, me dije. Pero me arrepentí.
Controlé que todos estuvieran descansado, aunque la tos de estación me recibiera como un coro de ángeles en cada habitación. Decidí volver a la cama. En el camino tropecé con la mascota, dije unas cuantas palabrotas, pero como susurrándolas, temerosa de que alguno de los hombres de la casa despertara, mientras me apoyaba en la pared para no caer. No caí, pero me llevé por delante un monopatín, que me hizo ir de las palabras soeces a la risa. Ya estaba demasiado despierta.
Agarré un libro y cuando empezaba a ponerse interesante caí rendida. Nada ni nadie impedirían mi descanso. A las pocas horas, sin luz del día aún, mi hijo tironeaba de las sábanas exigiendo un desayuno.
“Ya voy” dije pero antes arrimé mi cara al espejo. “¡Dios mío, no sólo me siento como la piñata del cumple de Bruno, sino que realmente lo parezco! La alergia a unas flores que mi madre me había regalado la mañana anterior se había adherido a mis ojos. Mi nariz estaba tan hinchada que apenas podía reconocerme.
“Podría ser peor”, pensé. Y comenzó la rutina. Aunque no había clases por el Día del Maestro, mi hijo logró recordar que su jardincito estaría abierto. Tenía que apurarme. Decidí prepararme un café. Se había terminado.
Pero ya me había dicho que todo “podría ser peor”. Y lo fue, cuando alguien en la calle, después del buenos días, me hizo notar las ojeras. ¡Las mías obvio! Me repetí una y otra vez: “Podría ser peor”. Y lo fue. Llegué a casa con tres bolsas de verdura que parecían diez, la perra pegó un salto sobre mí a modo de cariño. Me di un golpe con la puerta que aún no acababa de cerrar. Encontré la cocina llena de platos de la noche anterior. Cuando terminé de lavarlos ya era hora de preparar la comida. Y cuando terminé, ya era hora de poner a lavar ropa; y cuando terminé, ya era hora de buscar al niño y cuando llegamos ya era hora de etc, etc, etc,. Bueno acá estoy, en el mismo pensamiento de ayer: nada ni nadie... Podría ser peor ¿no?

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