jueves, 17 de septiembre de 2009

La mujer del carnicero

Lorena era nueva en el barrio y comenzó a familiarizarse con los negocios cercanos. Logró encontrar los lugares indicados para cada compra, excepto una buena carnicería.
“Por qué no probás con lo que está dos cuadras más allá”, le sugirió una vecina. Y así lo hizo.
Fue una vez y consiguió buenos cortes y precios. Entonces decidió volver. Detrás del mostrador, cuchillo en mano, el carnicero tenía otro humor. Jocoso, entonaba canciones románticas.
-Me da un kilo de carne molida.
-¿De cuál quiere?
-La más magra.
El carnicero cortó la carne en trozos y la arrojó en la moledora.
-¿Vio que linda molida le estoy dando?
-Sí veo.
-Tan linda como mis clientas.
Lorena sintió que el comentario le apuntaba directamente. No había nadie más en el local. Y en vez de sentirse halagada se puso molesta. Más aún cuando el señor seguía cantando canciones románticas, mientras amasaba el bollo de carne.
Recibió su compra. Pagó y salió pensando en la mujer del carnicero. Le diría él las mismas cosas que a sus clientas. Cantaría también frente a ella con tanto énfasis.
Lorena pensó que se estaba acartonando. Que lo que en otra época podría haberle parecido insignificante, ahora le resultaba pesado. Volvió a pensar en la mujer del carnicero. ¿Andaría ella piropeando hombres en su trabajo o al llevar a sus hijos a la escuela, haciendo referencia a lomos y colitas?.
Lorena sabía que lo que estaba pensando era casi improbable. Aunque en fondo deseaba que fuera un poco real. Al fin y al cabo, como suelen decir, la carne es débil y a cada chancho le llega su Navidad.

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