
El champú de mi hijo vendría bien. Y así fue. Salvo porque anduve todo el tiempo con olor a caramelo en la cabeza.
Ni siquiera respondí, como podría haberlo hecho, el saludo afectuoso de mi amado. Salimos apurados. Dejé a mi pequeño retoño en su jardín. Fui por los víveres y volví a casa. Puse el lavarropas y decidí sumergirme en la cocina. Me gusta cocinar, así que pensé que eso cambiaría mi mañana y me haría olvidar de mi incipiente dolor de cabeza. Tortilla de papas, pero hervidas, para que sea sana, sólo cocida con un poco de Fritolín. Una vez que tenía la preparación lista, recordé que hace unos días el mango del sartén se había quebrado.
No importa -me dije-, busco el viejo. Ese que había dejado de usar porque todo se pegaba. Y sucedió lo que tenía que suceder. La comida saludable no sólo se pegó sino que se hizo un sancocho.
No voy a perder todo –pensé-. Tomé una fuente para horno y lancé la mezcla adentro. Esto me salva, dije. Pero mientras eso me salvaba, la manguera del lavarropas se corría de lugar, sin que yo me diera cuenta y la lavandería parecía el mar de Puerto Madryn, ese que me había cautivado durante cuatro años. Olas de espuma en mi casa. Jamás lo había imaginado.
Miré la hora. Ya era tiempo de volver a salir. Busqué a la mascota para evitar dejarla encerrada en algún descuido. Y al fin la encontré. Vaya si la encontré. Se le había dado por comer el pasto crecido y como era de esperarse no lo tendría mucho tiempo en su estómago. Ahí estaba tratando de empujarla hacia afuera y de agarrar un trapo, papel o lo que tuviera a mano. Nada. No podía ser de otra manera. Y ya era más tarde. Mi hijo esperaba. Pero primero tenía que fregar.
Cuando el piso brillaba, salí corriendo mirando el reloj. Tropecé con el escalón de la vereda, caí y rompí el tacó de mi bota, mientras los cuidacoches -que habían decidido almorzar junto a mi puerta-, me preguntaban: “¿se cayó”. Mi mente respondía sin que mi boca pudiera emitir palabra, “No, a mí me gusta salir así de casa”.
Al volver, mi pequeño retoño me dijo: “Mamá esta comida no me gusta. Dame pan”. No había hecho ni comprado. Bueno, son pocas las opciones. Es lo que hay. Al menos ya no me dolía la cabeza y la mañana terminaba. No quiero pensar en la tarde, cuando recuerdo porqué no vino la señora que nos ayuda en casa. Y esta vez soy yo la atravesada.