jueves, 7 de enero de 2010

Ella y el hombrecito del saco a cuadros

Más de veinte eran las mujeres que trataban de escapar del hombrecito de saco a cuadros, cada vez que lo veían circular por la oficina. Y lo consideraban pequeño, aunque su estatura mostrara lo contrario. Lo percibían diminuto de mente y hasta un poco enfermo, y no precisamente porque su cuerpo lo indicara, sino más bien porque su mente lo demostraba.

A algunas les producía un rechazo inmediato. A otras temor. Ninguna se animaba a enfrentarlo cada vez que alguna de sus frases las ruborizaba. Parecía tener un don especial para paralizarlas. Ellas sólo podían quejarse en voz baja. O simplemente compartir, a escondidas, los bochornos a las que él las sometía.

No importaba la edad ni el aspecto que tuvieran. A veces, el acecho era diario. Otras se tomaba su tiempo y esperaba alguna ocasión especial para salpicarlas con su hablar libidinoso. Hasta que una de ellas decidió enfrentarlo. Juntó pruebas. Fue hasta la oficina del jefe de personal y las dejó caer sobre el escritorio. Sólo recibió como respuesta una sonrisa sarcástica. No había logrado que le prestaran atención y menos aún que el hombrecito del saco a cuadros dejara de devorarla con la mirada.

Y como si alguna fuerza extraña lo envalentonara o lo nutriera de algún poder especial, él se hacía más presente. Ella sentía sus pasos con mayor frecuencia. Si iba por un café a la cocina del edificio, ahí estaba él para acercarle la taza. Si tomaba el ascensor, le abría la puerta. Si buscaba un viejo tomo en la biblioteca, aparecía para sostenerle la escalera. Y ella volvía a quejarse en voz baja. Pero ya era la única que lo hacía. Volvió a juntar coraje y arremetió en la oficina de personal. Pidió ayuda. Sólo recibió a cambio un "no sea perseguida".

Entonces, ella, sentía que su energía se consumía. Su humor ya no era el mismo. Sus sueños tampoco. En pocos meses se vio envuelta en miedo. Le costaba salir de su casa para ir al trabajo. Sus defensas estaban tan bajas que se enfermaba cada diez días. Mientras tanto, el hombrecito del saco a cuadros la seguía de cerca. Ya no soportaba no soportarlo.

Buscó ayuda una vez más, pero esta vez en un edificio cercano. La placa del médico psiquiatra le daba la bienvenida y con ella una licencia por varios meses. Pero el hombrecito seguía apareciendo. Una llamada o un papel con otra frase lujuriosa por debajo de su puerta. Y ella ya ni podía quejarse en voz baja. El pánico la empujaba hacia su cuarto.

Con la licencia psiquiátrica vencida y sin dar aviso a nadie, ella ya no salía. El timbre logró sobresaltarla. Asustada, pensando que el hombrecito había sido capaz de seguirla con su acoso hasta su cueva, se asomó por la mirilla. El alivio llegó al ver la gorra del cartero. El final con el telegrama de despido.

5 comentarios:

Pluma Roja dijo...

Interesante relato, queda en el ambiente la duda, si el hombrecillo era producto de la imaginación del personaje central. Es lo más importante, más aún que el cierre.

Me gustó bastante.

Saludos cordiales, Hasta pronto.

fher dijo...

Me hiciste acordar a una canción de Ismael Serrano, creo que se llama "El virus del miedo".
Vaya historia con final abierto... ¿realmente el hombrecito la perseguía?... para pensar y charlarlo al tema...

besos

Mary HC dijo...

El hombrecillo debe ser el propio miedo; el miedo que se te queda pegado y cuesta arrancar... a veces el miedo tiene rostro.
Me quedo con los pelos de punta :)
me gustó pulular por tu casa.
un abrazo
Mary

Anónimo dijo...

Hola Gabriela!! Me diste una gran alegría, no sabía hasta donde llegaron mis libros. Creí que no habían salido de Buenos Aires. Ojalá te haya gustado un poquito.
Me gusta tu blog, es muy interesante lo que escribís.
Besossssss

Anónimo dijo...

Y entonces???? No le encuentro sentido a la historia.