jueves, 26 de noviembre de 2009

Doña Marta, la mirona

La pareja del 5 E se había mudado al edificio unos meses antes de que llegara el verano. Sólo estaban en el departamento algunas horas por la mañana y toda la noche. Por ello, el contacto con los vecinos era mínimo.
Sin embargo, Doña Marta, del 4 E, ya los había detectado. Tenía su oído tan atento y pendiente que era capaz de seguir sus pasos sólo con mirar el techo de su casa. Sabía cuándo llegaban; cuándo abrían las puertas del balcón, la heladera y los armarios. O a qué hora tomaban una ducha o encendían el televisor; y si prestaba un poco más de atención, hasta podía saber en qué canal detenían el control remoto.
Pero algo le faltaba para saciar su espíritu curioso: conocerles las caras. O al menos tenerlas frente a la suya, ya que había podido verlos desde lejos asomándose por la escalera cuando salían. Entonces ideó planes. Hablaba con el portero más de la cuenta para verlos entrar o salir. Se ofrecía a dejarles el diario en la entrada y ayudaba a retirar la basura del gabinete destinado para ponerla. Incluso, llegó a ponerse en puntas de pie para espiar por la mirilla de afuera hacia adentro. Pero no tuvo suerte.
Una noche, mientras sentía las risas de la pareja, tuvo un impulso. Subió por la escalera. Puso su oreja contra la puerta del 5 E. Luego, se enderezó y comenzó a golpear. El corazón de Marta se detuvo cuando la mujer abrió. Tenía que poner en marcha un plan B. Tener una excusa. Dijo lo primero que se le ocurrió.
“Disculpe señora, soy la vecina del departamento de abajo y tengo un problema. Algo debe estar mal en su baño, porque el mío se está inundando”. La mujer le pidió que esperara y fue a revisar. Segundos más tarde le explicaba que nada estaba mal. No había ningún tipo de pérdida.
Marta ya estaba entusiasmada, le había visto la cara e incluso había podido ver un poco hacia adentro. Pero le faltaba verlo a él. Entonces insistió. “Mire señora, tengo la casa llena de agua y no me voy hasta que no me deje ver si todo esta bien”.
Ahí entró en escena el personaje que faltaba. Victoriosa, Marta, tenía en frente a la pareja del 5 E, que hartos de su insistencia permitieron que pasara. Obviamente no había nada que le permitiera seguir con su mentira.
Después de unos minutos Doña Marta volvió a su casa más que eufórica y excitada. Derramando adrenalina. Temblorosa. Feliz. Había logrado su objetivo y más. Mucho más. Les había visto las caras, sus cosas, sus muebles, el baño. A partir de ese momento su mente recorrería caminos insospechados. Tenía todo el set para imaginar, crear y distorsionar historias.

lunes, 23 de noviembre de 2009

"Me voy a separar"

Hacía el anuncio en la cola del supermercado, mientras hablaba con una amiga por su teléfono celular: “Me voy a separar”. Quizás todos los que estaban allí recibían la noticia antes que su esposo. Escuchaban los detalles y planes de la rubia bronceada, que se mostraba decidida.
“Voy a pensar en mí. No lo he hecho hasta ahora por lo chicos. Porque me parece que todos los hijos de padres separados están descontrolados. Pero ya dije basta. Además, yo seré una madre contenedora. Prefiero eso a que el día de mañana me facturen que fui una infeliz”, decía.
No había forma de que el resto de los clientes del súper no escucharan la conversación. Cual locutora de un programa de radio, verborrágica y entusiasmada continuaba su charla. Y mientras acomodaba sus víveres en la cinta de la caja agregaba: “Ah no te conté, la semana pasada nos fuimos a Centroamérica, me prendí con él en un viaje de laburo. Claro con mi marido. La verdad que el lugar era divino. Paradisíaco”. Ya no parecía la que segundos antes comentaba lo mal que iba su matrimonio. Derecho al derrumbe.
“Ah pero la pasé muy mal –continuó, cambiando su tono de voz de efusivo a acongojado- no pude salir de la habitación del hotel. Me la pasé llorando, porque ahí me di cuenta que tenía que divorciarme”, y aunque sus dichos no coincidían con su bronceado caribeño parecía convencida.
“Mirá, me di cuenta que no puedo seguir con alguien que no me presta atención. No me acompaña. No me escucha. No me invita a ningún lado. Es hora de decir basta”.
Pagó su compra y salió con su carrito lleno, con el recuerdo de un último viaje y el relato de un divorcio anunciado en público, pero no en privado.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La niña que buscaba

Desconocida. Nos seguía los pasos. Verborrágica agitaba sus brazos, sus manos, su cabeza. Sin parar, exclamaba. Se hacía notar frente a nosotros; un niño, una mujer y un hombre extraños. La veía, tan pequeña, desesperada, y me preguntaba qué le faltaba. De qué estaba necesitada.
¿Sería igual que su madre a la hora de parlotear? ¿Extrañaba la presencia de su padre? ¿Dónde estaban ellos en ese momento? ¿Por qué nos llamaba tanto la atención? ¿Por qué quería que escucháramos lo que decía? No podía dejar de mirarla. Y, luego, de pensarla.
Hasta que una voz retumbó en mi cabeza: “es sólo una niña entusiasmada”. Ahí pensé que estaba haciendo un mar de una gota de agua, mientras creaba la historia de una niña que algo buscaba. Tal vez, nada. O quizás, todo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

La mantenida

Antes de reunirse con su marido para asistir a un mismo consultorio médico, Roxana se encontró por casualidad con una ex compañera de trabajo, a quien no veía desde hacía varios años. Una seguía en el mismo lugar, con los mismos avatares de hace tiempo, y la otra había optado por un cambio de vida, que implicaba cero jefes, cero sueldo y muchas actividades diarias; había decidido dedicarse de lleno a su familia. Se contaron una que otra anécdota y se cruzaron los teléfonos.
Al despedirse, tras un afectuoso saludo, quedaron en llamarse y la ahora ama de casa, Roxana, quiso ser amable con su ex colega:
-Te venís a casa un día y te preparo algo rico para comer.
-¿Cocinás?
-Sí.
-No te imaginaba...
-Bueno, es algo normal. La gente suele cocinar...
-Ah, pero para eso tenés que tener tiempo. Bueno, aprovechá vos que sos una mantenida.
Los labios de Roxana liberaron una sonrisa algo tenue, tras el rótulo que estaba recibiendo. Ni siquiera intentó contestar. Se le hacía tarde para la cita con el médico. Pensó en tomar un taxi, pero después de mirar el reloj se dio cuenta que si caminaba rápido llegaría a tiempo. Estaba acostumbrada a "correr" todo el día. Y así fue. Estuvo a la hora señalada.
El especialista, si bien no los conocía, pensó que ya que iban juntos, aunque tuvieran distintos turnos y fueran por diferentes razones, podrían ingresar a la consulta al mismo tiempo y los invitó a hacerlo. Primero la atendió a ella. Y cuando estaba redactando la receta advirtió: “Mire a esta medicación no la cubre la obra social. Le saldrá un poco cara. Bueno a usted no. A él, que va a tener que pagar”. Una vez más alguien confundía su rol como mujer. Y una vez más pensó que no valía la pena contestar. Pero ya había perdido la sonrisa.

jueves, 12 de noviembre de 2009

La pasión prohibida de Andrea

La apariencia de Andrea era muy similar a la de Laura Ingalls, aunque con el tiempo dejara salir de sus entrañas a alguien más parecida a Nelly Olson. Pero eso sucedía a oscuras, en secreto.
Se había tomado el trabajo de realizar con puntillosa paciencia sus invitaciones de casamiento. Nada de impresiones y papeles comunes. Todo artesanal. El esmero que había puesto para su boda campestre había sido atesorado por años, para que tuviera más fuerza en el momento indicado.
Ella sabía que estaría preciosa. Que nada fallaría. Que sus pecas resaltarían como estrellas; y su cabellera larga y su figura delicada brillarían esa noche, cuando diera el sí. Se sentía preparada desde hacía tiempo para ello.
Un mes antes el vestido ya estaba terminado; organizada la despedida de soltera y las tarjetas de participación enviadas. Ningún detalle se había escapado al hacer la lista de regalos. Todo a la perfección. Noches enteras de trabajo rendían su fruto. Y generaban cansancio.
Y cada mañana, despertaba soñando su sueño a cumplir. Y cada tarde, se tomaba un respiro. Se levantaba del sillón de su escritorio y decía: "vuelvo en quince. Voy a despejarme". Nadie prestaba más atención que la que merecía tal comentario. Era algo común en la oficina. Ni siquiera era seguida por las miradas. Cada cual tenía su historia, igual que ella.
Un día recibió una llamada urgente. Quien hablaba la requería con insistencia. Entonces, alguien comenzó a buscarla por el edificio. Nadie sabía cuál era su lugar de descanso. Nunca lo había dicho. O no le prestaron atención. Fue entonces que un colega pensó que podía estar dos pisos más abajo, en una especie de jardín interno, con buena luz y buen aroma.
Decidido a encontrarla bajó las escaleras de prisa. Abrió la puerta con ímpetu y se topó con la escena. Andrea estaba aferrada a su prohibición. Besándolo. Roja de pasión. Nunca notó la presencia extraña. Pero todos hablaron del tema.
La noche de su boda resultó como había sido pensada. Lo demás quedó en una anécdota. Hasta que un año más tarde, alguien más abrió la puerta del paraíso dos pisos debajo de la oficina. Ahí estaba Andrea, con su embarazo de 7 meses, nuevamente aferrada a su pasión.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La mujer de los lazos amargos

Isabel tiene seis hijos, dos trabajos y un marido ausente, que viaja mucho en busca de oportunidades para una vida mejor. Mientras, ella se ocupa y se preocupa por salir adelante.
Cada vez que él regresa defraudado, la tensión se hace insoportable. Ella trata de mantenerse callada. De que sus hijos vivan tranquilos. Pero todo se derrumba ante el primer vaso de cerveza que él ingiere.
Isabel no soporta los gritos. Menos aún el maltrato. Lo echa. Siente estar segura de querer la paz que busca hace tantos años. Pero él vuelve. Y ella confía. Le abre la puerta. Sin embargo, la historia se repite.
Isabel ha jurado cortar lazos. Pero no puede. Cada vez que intenta hacerlo los ata con más fuerza. Llora. Sufre. Teme. Y ahí está, otra vez, durmiendo a su lado.

Dejá para mañana

Desperté con una caja de cereales de chocolate sobre mi cara. Detrás de ella, un beso ruidoso, perfecto, como ensayado, que me invitaba a levantarme. ¡No, por qué! ¡Hoy no tengo ganas de levantarme! Es sábado, quiero quedarme en la cama hasta las 10, al menos. Pero sólo lo pienso. No me atrevo a decirlo. ¿Cómo podría hacer algo así frente a alguien tan tierno y pequeñito, que está moldeando su carácter? ¿Y por qué no?, pienso un segundo después. Tendría que decirle cómo me siento.
Arranco como puedo y voy viendo los restos del día anterior. Espero que un hada madrina me devuelva a mi sueño entre sábanas y se encargue de todo. Pero no sucederá, como no sucedía hace 30 años, cuando me pedían que ordenara mis cosas.
Entonces me acelera un grito: “¡Dale quiero la leche! En ese momento temo que el teléfono suene. Siempre suena cuando más aturdida estoy, y es cuando peor me pongo. No sé por dónde empezar. Me siento un instante. Encuentro sobre la mesa los colores que usé la noche anterior, al hacer una tarea para el jardín que venía dejando pasar y recuerdo: “Amor, dejá todo para mañana”.
Comienzo a dibujar mi propia sonrisa. Es distinta. Es rara. Es que ya “es mañana”, aunque parece ayer.

martes, 3 de noviembre de 2009

Todo tiene un final. Todo termina.

Esa tarde, nada estaba saliendo como ella lo había pensado. Y la furia comenzaba un largo, pero definido camino por sus venas. Estaba dispuesta a llegar a la meta. Ella, convencida de que se lo impediría, buscaba alternativas.
Pero el trabajo se le hacía pesado. Error tras error, trató de calmarse. Decidió escuchar un poco de música en la radio. Las malas noticias voltearon su idea y comenzó a mover el dial como si no hubiera más tiempo. El fin de su mundo perfecto se avecinaba. Estaba a punto de estallar.
No pudo decidirse por ninguno de los discos que tenía a mano. Entonces, como si la salvación en carne viva la guiara, volteó hacia la biblioteca. Todo o casi ya le resultaba conocido. Pero estaba dispuesta a vencer. La ira no podría devorársela.
Comenzó a sentirse mejor cuando las solapas de los libros la llevaban a lugares lejanos, algunos claros, otros oscuros. Recordó lo placentero que le había resultado seguir los pasos de Raskolnikof y pensó volver a hacerlo. Pero tenía la historia tan fresca, que se arrepintió y prefirió tomar el ejemplar que estaba al lado.
Así, volvió a sentarse con Kundera. Ya sus palpitaciones desaparecían. Y quizás comenzaba a sentir la levedad, a tal punto que fue por sus anteojos. Estaba decidida a releer. Y mientras lo hacía pensaba que ya era hora de visitar alguna librería. Hacía tiempo que no compraba nada. Y tenía lecturas pendientes.
Con la sensación de un tiempo detenido, había olvidado la ira por completo y se había hundido en el sillón. Ya casi no sentía su respiración. Hasta que llegó a la página 55. Ahí estaba Kundera derrumbando su necesidad de asombro y logrando que la ira retomara la partida. Le estaba poniendo ante sus ojos el final de Ana Karenina. Había roto su deseo de algún día descubrir una a una las palabras unidas por Tolstoi.
Arrojó el libro sobre la mesa. Se descubrió con bronca. ¿Por qué le estaba pasando esto a ella?
A punto de comenzar a sentirse víctima, se dio cuenta de que estaba releyendo un libro. Había vuelto a empezar. Entonces, olvidó la ira, las carreras, los avatares y siguió hasta la página 92, como si nada hubiera sucedido.