
La claridad se iba y estaría obligada a buscar la lámpara vieja en el húmedo galpón. Era eso o abandonar la tarea. Decidió continuar. Se mantendría ocupada. Abstraída. Sin resolver lo invisible, mientras reparaba lo posible.
Cuando vio que el péndulo se movía no pudo contener la sonrisa. No había perdido el ritmo. Ni ella. Ni la máquina. Parecían estar unidas mediante ese movimiento, que no se modificaba con el paso del tiempo.
El olor del barniz con el que cubría el último remiendo la transportó por un torrente de recuerdos, acorralados justo ahí, entre una y otra idea, entre sombras y entuertos, entre lo dormido y quieto. Entonces descubrió las grietas en sus manos, ásperas de años, aunque dichosas por el éxito.
¿Por qué había desconfiado de ellas? Tanto tiempo sin darles la posibilidad de crear, de rearmar, de escribir, de acariciar, de volver. Entonces, las imágenes se fueron ordenando en su cerebro. La primera campanada la trajo de vuelta obligándola a levantar la mirada. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda ese péndulo le había mostrado cómo su cara lo seguía dibujando un no continuo, hasta que el temblor lo puso de un golpe contra el piso, la puso en movimiento. Podría haberlo dejado roto, pero decidió que retomara su ritmo. Y ahí estaban volviendo a la vida al mismo tiempo.