
Le hubiera resultado más sencillo sentir temor a perderlo todo, como en otro tiempo. Pero el despertar había sido distinto. La humedad se filtraba por la vieja ventana de madera, junto con su olor, anunciando el aguacero.
Habría sido más fácil declararse cansada y no mover ni un solo músculo dolorido. Sin embargo, saltó de la cama cuando la primera piedra dio de lleno contra el vidrio.
Descalza tomó una frazada y se envolvió. Estaba dispuesta esta vez a dar batalla. La tormenta no mataría su esfuerzo.
Llegó hasta las hileras, embolsó en una arpillera los frutos más rojos, sin sentir el dolor que el granizo se había propuesto lanzarle sobre su espalda.
Hundió sus pies en el barro. Abrió sus dedos entumecidos para espantar las hojas que entorpecían el paso por los surcos y arrastró la bolsa hacia el galpón que oficiaba de cocina; al mirar hacia atrás vio como el trabajo realizado por manos curtidas se perdía.
Sin derramar lo obtenido y menos aún una lágrima encendió el fuego, mientras el hilo de agua que brotaba de la canilla se llevaba la tierra, dejando fluir el rojo furioso de los frutos. Los tomó. Los partió. Quitó las semillas y comenzó la alquimia.
El aroma que empezó a soltar el dulce le devolvió la calma. Sólo llenó seis frascos. No serían en absoluto suficientes para pasar el invierno. Pero serían, sin duda, los mejores de la peor de las cosechas.
Habría sido más fácil declararse cansada y no mover ni un solo músculo dolorido. Sin embargo, saltó de la cama cuando la primera piedra dio de lleno contra el vidrio.
Descalza tomó una frazada y se envolvió. Estaba dispuesta esta vez a dar batalla. La tormenta no mataría su esfuerzo.
Llegó hasta las hileras, embolsó en una arpillera los frutos más rojos, sin sentir el dolor que el granizo se había propuesto lanzarle sobre su espalda.
Hundió sus pies en el barro. Abrió sus dedos entumecidos para espantar las hojas que entorpecían el paso por los surcos y arrastró la bolsa hacia el galpón que oficiaba de cocina; al mirar hacia atrás vio como el trabajo realizado por manos curtidas se perdía.
Sin derramar lo obtenido y menos aún una lágrima encendió el fuego, mientras el hilo de agua que brotaba de la canilla se llevaba la tierra, dejando fluir el rojo furioso de los frutos. Los tomó. Los partió. Quitó las semillas y comenzó la alquimia.
El aroma que empezó a soltar el dulce le devolvió la calma. Sólo llenó seis frascos. No serían en absoluto suficientes para pasar el invierno. Pero serían, sin duda, los mejores de la peor de las cosechas.